OPINIÓN
CINE: Las Niñas Bien, el delirio insostenible
Por Carlos Sebastián Hernández //
Insospechable fachada publicitaria de dramita comercialón es el que encubre la apabullante tercera entrega de la cineasta Alejandra Márquez Abella, recién estrenada en las salas de nuestro país. Nada podía advertir el perturbador y alucinante pulso de emociones incómodas y avivadoras provocadas por tan singular obra, que lúcidamente logra representar la resignación femenina; aquella que acepta los costosos regalos complacientes del ebrio marido convencedor; la que es silenciada por otra aún más resignada, para que los hombres resuelvan las discusiones a base de mentadas de madre. La que se resigna a resignarse indefinidamente. La resignación de una niña bien que no puede ni ser, ni dejar de serlo.
Tercer largometraje dirigido por Márquez Abella (Mal de tierra, 2011, y Semana Santa, 2015), basado en el libro homónimo de Guadalupe Loaeza, ‘‘Las niñas bien’’ relata cómo la sofisticada socialité Sofía de Garay (Ilse Salas) afronta lo que para ella es una imprevista crisis económica que golpea a México en 1982, dejándola con menos que nada, y en la terrible situación de tener que aparentar su bienestar ante el grupo igualmente excluyente de sus menos afectadas amistades.
La cámara cinética de Dariela Ludlow, el montaje expresivo del editor argentino Miguel Schverdfinger, el contrapuntístico diseño sonoro de Alfredo Gagom, y la obsesionante música original por Tomás Barreiro, acompañada de danzas húngaras de Brahms y minuetos de Beethoven, interpretados por Bernardo Jiménez Casillas, se conjugan en equilibrio para exponer despiadadamente el hipnótico desvarío de la desequilibrada Sofía. En un recorrido de cinematografía y sonido esplendoroso, nuestra heroína no termina de aceptar su inminente desmoronamiento, ya por todos conocido y cuchicheado, (‘‘Todo mundo sabe lo que les está pasando’’), y es su soberbia negación (‘‘Se dice todo el mundo’’) la que irónicamente la condena a su completa decadencia.
Pero las tragedias de la pobre niña rica no se limitaran solo a la pérdida material y monetaria. Con la caída del peso mexicano también se vendrá abajo la cortina de humo conformada por sus finos amigos, encantados de asistir a reuniones de caché, y sus fieles sirvientes que fungen como familiares postizos, encargados de acostar a la alcoholizada patrona recordándole lo buena madre que es con un beso en la frente antes de dormir (Regina Flores Ribot en el papel de la Toñis, sustituta de mamá doble: la de Sofia, y la de los hijos de Sofía). Tan rápido como desaparece la supuesta fortuna de la familia Hernández de Garay, así también se esfuma toda interacción social y afectiva; así se desvanece el marido Fernando (Flavio Medina, de mirada melancólica) en botellas de alcohol y siestas matutinas; así la misma Sofía revela catárticamente su patetismo infantil, consolado solo por la voz de Julio Iglesias, cual niñita que aún sueña con la farándula y una vida de princesa. Y lo que empieza con fiesta y coche nuevo color champagne, termina con carcacha de segunda mano, y compartida rebanadita de pastel ofrecida más por cortesía lastimosa que por feliz festejo.
Manifestación contenida del conformismo autodestructivo, realizada con sutil maestría absoluta. El delirio insostenible, innegable, inolvidable de la burguesía mexicana, representada en lo fílmico con la más elevada complejidad psicológica, y la más satisfactoria experiencia sensorial.
