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CULTURA

CINE: Restos de Viento: la insinuación resbaladiza

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Por Carlos Sebastián Hernández //

Como dice la canción de los músicos folclóricos argentinos Armando Tejada y César Isella: a las cosas simples las devora el tiempo. Entonces ¿a las cosas simplonas las devora el viento? O bien, los restos del viento. O bien, los restos de una brisa que se pronosticó como borrasca y al final le hizo lo que el viento a Juárez. Y es que por más galardones que la última entrega fílmica de Jimena Montemayor se haya llevado en distintos festivales internacionales, como ráfaga que llega veloz y desafiante, pero que se disipa pronto en el aire, así también se disipa su cinta en vislumbres apenas distinguibles de una obra profundamente personal.

Segunda película dirigida por Jimena Montemayor Loyo (opera prima En la Sangre, 2012, y cinematógrafa de Elisa Miller en el multipremiado cortometraje Ver Llover, 2006) nombrada Restos de Viento (2017, pero apenas estrenada en salas mexicanas), que nos cuenta la historia de los restos de una familia conformada por la madre argentina, alcohólica semi-funcional, Carmen (Dolores Fonzi), y sus inquietos hijos Ana (Paulina Gil) y Daniel (Diego Aguilar), resentidos por la falta de figura paterna en casa, casualmente mencionado en reiteradas ocasiones tanto por los chiquillos como por la misma Carmen, y que será sustituido por la misteriosa aparición de una criatura vestida en harapos y ostentoso cráneo de venado sobre la cabeza (Rubén Zamora), presenciada solo por los pequeños negligidos.

Conducido por una interpretación actoral forzadamente intencionada, el largometraje revela una artificiosa ejecución de acciones y diálogos frívolos, más hechos por obligación que por una autentica necesidad dramática. Ni siquiera el elenco infantil es capaz de desenvolverse con naturalidad en la retenida puesta en escena, donde cualquier conversación es excusa para cuestionar a la vida con sentimentalismo (‘‘es lo que no me gusta de los adultos, que mientan’’ / ‘‘¿Crees que lo hagan cuando dicen que te quieren?’’) o de plano entablar charlas genéricas de auto-superación (‘‘Lo importante es no dejar que esos miedos te ganen’’ / ‘‘entonces hay que olvidarlos’’ / ‘‘aprender a vivir con ellos’’).

Dolores Fonzi en el papel de Carmen, desentendida de sus retoños, pero puesta para salir despampanante a clubes nocturnos y seducir a señores como excusa de trabajo para mantener a sus hijos, aunque luego ni siquiera pueda levantarse a prepararles el desayuno o llevarlos a la escuela; bulto humano que vive de noche y muere de día, siempre con cigarrillo eternamente encendido. Personaje inquebrantable, inamovible, e impersonal, creyéndose salido de La Ciénaga (2001), de la también argentina Lucrecia Martel. Su incapacidad para afrontar la realidad, convertirá al idealizado papá ausente en la excusa lastimosa para causar lástima en el pequeño Daniel cuando importunadamente se acerca el día del padre y la maestra se los comunica durante una clase que solo sirve para agobiarlo; para ser lastimada por ser mala madre con líneas vacías de presunta contundencia (‘‘Papá es mejor que tú’’), o ser recordada por su tristísima hija Ana, gustosa por los disfraces de viuda, que su lástima es compartida (‘‘No solo a ti te duele’’). Y finalmente, para hacer una alegoría predecible del penoso duelo con una criatura/espíritu/demonio que transmuta en indio americano, solo para revelarse sin sorpresa o expectativa como el padre imaginario al que los niños deben decir su último adiós.

Cinematografía penumbrosa de la destacada María Secco, que en tomas cerradas recorre los espacios, recorre los cuerpos, y recorre y recorre y no termina de llevarnos a ningún destino emocional, quizás porque no había a donde ir. A través de imágenes con poca profundidad de campo y primeros planos, se construye un ageográfico y atemporal retrato de un pasado inexacto, resuelto tan solo con la presencia de arcaicos teléfonos de disco, e incesante humo de cigarro en casa a la hora de la comida o de dormir.

Insinuación del dolor contenido, de la unión familiar, del cierre de ciclos. Insinuación de una conmovedora historia de amarga nostalgia, convertida en ilustración narrativa de época imprecisa, que resbala entre la pretensión de contar las cosas a medias y la falta de dirección clara.

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