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CULTURA

El ego eximido: Erase una vez en Hollywood

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Cine, por Carlos Sesbastián Hernández //

En la exaltante y hollywoodesca novena entrega del tennesiano Quentin Tarantino se recuenta una nostálgica ucronía, distanciada del glorificador homenaje explotador o la encadenada veneración estilo western y construida como redimida refinación del ego; como revelada reflexión de las pasiones; y como grandilocuente evocación del fervor y del fracaso.

Renovador noveno largometraje del director de culto (Bastardos sin gloria, 2009; Django desencadenado, 2012; Los 8 más Odiados, 2015) Érase una vez en… Hollywood (Once Upon a Time… in Hollywood, 2019), narra como el desgastado antagonista de series de televisión Rick Dalton (Leonardo Dicaprio) y su igualmente desempleado doble de riesgo, al mismo tiempo mandadero particular, Cliff Booth (Brad Pitt), afrontan la tropezada incursión del primero en la industria fílmica en un Hollywood de finales de los años 1960, donde triunfan estrellas como Sharon Tate (Margot Robbie), y los grupos de hippies acechan en cada esquina.

Espectaculares secuencias autoreferentes de fársica bravura inflada son preámbulo de la delatada egofobia punzante del derrotista derrotado Dalton, orillado a rebajar su actuación en despreciables spaguetti westerns, maquillado hasta la exageración para deliberadamente ocultar su estereotipada identidad, y reconociendo su patetismo inherente, apenas consolado por una notable infante ecuánime (Julia Butters). El vicioso autodesprecio únicamente será librado en el ímpetu de una expiatoria interpretación tan improvisada como insistida, arranque que conduce de la bochornosa tartamudez nerviosa a la flamante osadía heroica.

Extendidos recorridos meditabundos por autopistas angelinas llevan al egotismo del taciturno Cliff a dejarse seducir por la exacerbada jovencita de edad ambigua y nombre sugestivo Pussycat (Margaret Qualley), enfrentar en alardoso combate al mismísimo Bruce Lee (Mike Moh), y en un estado alterado de envalentonamiento, sacrificarse ya no frente a los reflectores en ensayadas escenas de anonimato, sino en un violento enfrentamiento que engrandece al volátil stunt man. Escalofriante presencia repulsiva es representada por la egolatría de la ‘‘familia’’ Manson, puestos como ociosos oportunistas bajo la fachada de comunidad libertina, orgullosos acusadores de la incredulidad (‘‘¡George no está ciego! ¡Tú eres el ciego!’’), y concluir su temible aparición en un sangriento aniquilamiento sensacional de inesperada satisfacción.

La ensoñada recreación de la venerada Sharon Tate deja ver una egofilia descubierta como autofascinación dignificante, como resurgimiento de la imaginación esperanzadora, como reivindicación de la memoria colectiva y propia, antes diluida por el egocentrismo de la ciclópea industria por antonomasia. Finalmente, en la ficción resignificadora se manifiesta el superego del superidolatrado Tarantino, que ostenta la moraleja de la desdeñosa crueldad incomprensible, como la reafirmación de la imbatible naturaleza humana, transferida en la entrega impulsiva a la incertidumbre que es el acto de filmar.

Una panorámica fábula del ego eximido y exhibido. El replanteamiento histórico como reconciliación de la añoranza. Una extraña familiaridad estética y estilística, que alimenta las fantasías más reales que la realidad.

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