OPINIÓN
Decencia
																								
												
												
											Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //
Una persona decente según el diccionario de María Moliner es alguien honrado o digno, incapaz de acciones delictivas o inmorales. La clase política nacional se ha encargado de demostrar que no posee estos atributos, y en cambio ostenta todos aquellos que en el Diccionario Océano de Sinónimos y Antónimos se consideran contrarios como el ser deshonesto, inmoral, desvergonzado, desleal, innoble, ímprobo, malvado, perverso, indecente.
Será por eso que no aparece en el Diccionario de Política de Norberto Bobbio, Matteucci y Pasquino, ninguna definición de la decencia. Y no es que la política en sí carezca de las virtudes que caracterizan a la decencia, sino que, siendo por definición una ciencia noble, el poder o la lucha por él, han hecho de su práctica una indecente exhibición de carencia de decoro, dignidad, ética, moralidad, honradez, sinceridad, probidad, rectitud, vergüenza, honor.
Puede haber en el conglomerado, algún político decente, pero hay que andar con la lámpara de Diógenes de Sinope buscando por las calles a quien reúna estas características, pero una golondrina no hace verano, especialmente en el ámbito político contemporáneo donde valores, principios e ideología son solo imágenes para una retórica demagógica y vacía.
Esto tiene su reflejo inmediato en el reconocimiento público y en la confianza que generan en la ciudadanía. En la Encuesta Nacional sobre Cultura Cívica 2020, la confianza en los partidos políticos se reduce a solo el 2.5% y poco abona en su beneficio que quienes son hoy representantes del partido en el poder, hagan de la participación política un show mediático, descalificando a una institución como el INE, en la que confía el 59.6% de los mexicanos, según la misma encuesta.
Un puñado de inmorales, que abiertamente violaron la ley se atreve a desafiar y tratar de poner en ridículo a la institución con más prestigio después del Ejército, la Marina y la Guardia Nacional. Alarma, que el presidente de la república avale y hasta encabece esta campaña de desprestigio contra el árbitro despreciando la aplicación de la ley y queriendo pasar con encuestas telefónicas, por encima de las disposiciones de la autoridad electoral y de las propias normas aplicables.
Que esto suceda a esos niveles es un indicio de que nuestro sistema democrático está en riesgo de caer en la autarquía, en una democracia plebiscitaria, o gravemente en las decisiones de un hombre que es rehén de sus pasiones y resentimientos guiando por ellos sus actos, desprendido de su obligación legal y responsabilidad cívica. En consecuencia, nada mejor podemos esperar de la clase política, ya sea la que ostenta el poder o los que desde la oposición han hecho de la ciencia política un vodevil, una escenificación tendiente a manipular las emociones de una sociedad que merece algo más que la pobreza intelectual e indecencia que exhiben.
Aristóteles menciona la necesidad de que quienes estudien o se dediquen a la política hayan sido educados en sus hábitos morales. “Aquel que esté bien dispuesto en sus hábitos posee ya los principios o podrá fácilmente adquirirlos. Mas aquel que ni los posee ni los adquiere, que escuche las palabras de Hesíodo: El varón superior es el que por sí lo sabe todo; bueno es también el que cree al que habla juiciosamente; pero el que ni de suyo sabe ni deposita en su ánimo lo que oye de otro, es un tipo inservible.” (Aristóteles Ética Nicomaquea libro 1.IV)
En la política actual, poco importan los valores morales o la búsqueda del bien mayor para la sociedad, se miente, se simula, se usa el discurso para dividir y enconar las diferencias y las campañas están repletas de propuestas superficiales o denostaciones a los adversarios. Los partidos políticos, base de nuestra democracia representativa, se han convertido en franquicias a disposición de ambiciones particulares. Atrás quedaron ideologías, postergadas o ignoradas, por el afán de conquistar el poder a través de alianzas, sin horizonte común más allá de la próxima elección.
Al inicio de esta colaboración, están los atributos que podrían devolver a la política la dignidad que hoy, no solo merece, la necesita desesperadamente para encontrar el destino común de los mexicanos. Un destino que pertenece a todos, no solo a las mayorías artificiales derivadas del triunfo o manipulación electoral, sino a la conjunción de voluntades que puede ser posible si tan solo pudiéramos devolver a la política la decencia, como necesidad y como exigencia.
Difícil encontrarlos cuando un presidente que se finge demócrata recurre a triquiñuelas, artimañas legislativas para garantizar el dominio del poder judicial. Denota una ambición malsana por el poder, acercándose riesgosamente a constituir una tiranía constitucional, dominando a los poderes que debieran garantizar el equilibrio. Ya tiene el poder legislativo alienado, el poder militar subordinado, el poder judicial genuflexo y pugna todas las mañanas por obtener la unanimidad de la opinión pública y la publicada. Tal despliegue de poder se justifica por la necesidad de una transformación moral del régimen, como se ha dicho en los mensajes presidenciales, sin embargo, poco se puede moralizar si en los hechos priva la inmoralidad y la indecencia, tanto en el partido gobernante como en la superflua e inútil oposición, más preocupada en proteger sus intereses que en elaborar y plantear una alternativa decente frente al poder autárquico y tirano que se perfila.
