NACIONALES
Transición forzada

Opinión, por Iván Arrazola //
El dicho «origen es destino» parece cobrar relevancia en el actual escenario político de México. La algarabía y las expectativas que surgieron con la entrega de la constancia de mayoría a la primera mujer que ocupará la Presidencia de la República se están desvaneciendo ante las crecientes inconformidades y críticas derivadas de los cambios en el congreso, entre ellos, la discusión sobre la reforma judicial.
El sexenio se perfila para comenzar en medio de la incertidumbre y polarización, lo que podría convertirlo en uno de los periodos más convulsos y controvertidos en la historia del país.
Tradicionalmente, los procesos de transición presidencial en México han sido estables. Durante la época del partido hegemónico, aunque el presidente en funciones elegía a su sucesor, una vez concluido el proceso electoral, el mandatario saliente debía soltar las riendas del poder. El presidente entrante tomaba control del escenario político, delineaba su proyecto de gobierno y seleccionaba a su equipo sin interferencia pública del presidente saliente.
Con la alternancia en el poder, el proceso de transición no sufrió cambios significativos. Tanto Ernesto Zedillo, Felipe Calderón como Enrique Peña Nieto ofrecieron todas las facilidades a los presidentes electos para llevar a cabo una transición ordenada y sin tensiones, a pesar de pertenecer a diferentes fuerzas políticas. En el caso de Peña Nieto, incluso fue criticado por su colaboración con López Obrador, ya que, pocos días después de la elección presidencial, le abrió las puertas de Los Pinos y le otorgó todo tipo de facilidades.
La formación del nuevo gabinete, que solía anunciarse días antes de la toma de protesta, y la planificación del nuevo sexenio eran actividades que se llevaban a cabo sin la intervención del presidente en funciones ni la imposición de una agenda preexistente.
Este proceso de relativa estabilidad se ha visto fracturado en el actual sexenio. El plan de la presidenta electa y su equipo ha sido superado por la presión política de López Obrador, y la idea de una transición «sin rupturas» se está convirtiendo en una camisa de fuerza para la administración que tomará posesión en octubre.
Juan Ramón de la Fuente, coordinador de los trabajos de transición, expresó hace unos meses que “no se está sobredimensionando ni celebrando el triunfo, sino procesando con madurez, inteligencia y asumiendo las responsabilidades que esto implica”. Añadió que el respaldo popular debe tomarse con humildad, y que la madurez debía prevalecer. Sin embargo, sus palabras parecen haber sido ignoradas. Ni la madurez ni la responsabilidad prevalecen en el oficialismo, que con urgencia busca aprobar las reformas constitucionales propuestas por López Obrador, sin considerar las implicaciones a largo plazo.
La voz de la presidenta electa parece apagada, eclipsada por el discurso del presidente saliente, quien se resiste a abandonar el poder. En este contexto, septiembre se perfila como un mes crucial para la historia política de México. Al presidente saliente poco le importa que una mujer llegue por primera vez a la presidencia; su prioridad es demostrar su poder. No confía en que Sheinbaum impulse las reformas constitucionales que él considera prioritarias, por lo que planea implementarlas en el último mes de su mandato, algo sin precedentes en la historia de las transiciones presidenciales en México.
Ni Morena ni la presidenta electa parecen captar las señales de advertencia de los sectores empresariales y de los socios comerciales de México en torno a la reforma judicial. Estas preocupaciones son reales y podrían acarrear graves consecuencias para el país. México no es Venezuela; el país forma parte de un bloque económico poderoso, que se rige por valores y principios como la democracia, la división de poderes y el respeto al estado de derecho. Estos países no hacen negocios con regímenes autoritarios.
La Cuarta Transformación argumenta que la voluntad popular expresada en las urnas les otorga el mandato para llevar a cabo las reformas propuestas. Sin embargo, esto es un error. La ciudadanía votó por esa opción política ante la falta de alternativas atractivas, impulsada también por los programas sociales y la promoción desde la presidencia de la República a favor de Morena. Sin embargo, las políticas en materia de salud y seguridad han sido reprobadas por la sociedad.
Ahora, el oficialismo busca capitalizar la mayoría legislativa lograda bajo reglas electorales cuestionables para obtener el mayor provecho posible. La mesura y prudencia que Juan Ramón de la Fuente promovía han sido rebasadas por la radicalización del presidente y su movimiento. En retrospectiva, De la Fuente quizás anticipaba lo que estaba por venir: una transición marcada por la sumisión de la presidenta electa ante el presidente saliente, lo que simbolizará un punto de inflexión en el que México podría pasar de ser una democracia a un régimen autoritario, controlado por un grupo de falsos demócratas, motivados únicamente por el poder y los privilegios.