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Reforma Judicial: ¿Blindaje institucional o resistencia al cambio?
A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
En 1804, Napoleón Bonaparte promulgó el Código Civil, una obra que se convirtió en la piedra angular del derecho civil en Europa y más allá. Este código no solo reorganizó las leyes francesas, sino que introdujo un debate crucial sobre el poder del Estado: ¿quién debía tener la última palabra en la interpretación de las leyes?
Para Napoleón, la autoridad central era el eje de todo, pero el Código Civil reconocía algo fundamental: el equilibrio entre la voluntad del poder ejecutivo y las decisiones judiciales. Esa tensión, que él mismo buscó manipular, sigue siendo relevante más de 200 años después. En México, el reciente debate sobre la Reforma al Poder Judicial de la Federación trae esta vieja paradoja de vuelta al escenario, mostrando una fractura en el equilibrio de poderes que, si bien necesario, no está exento de contradicciones.
Desde una perspectiva crítica y constructiva, es evidente que el Poder Judicial de la Federación, y en particular la SCJN, requiere una reforma que logre un verdadero equilibrio en la interpretación de las leyes. En este sentido, no se trata de cambiar solamente a las personas que lo integran, sino de fomentar una integración que refleje un balance entre las dos grandes corrientes jurídicas: el iusnaturalismo, basado en principios éticos y morales inmutables, y el iuspositivismo, que privilegia la letra de la ley y la soberanía del legislador.
La Suprema Corte, en diferentes momentos, ha estado marcada por predominancia de una u otra visión, lo que ha generado tensiones en la aplicación e interpretación del derecho y del propio texto constitucional, lo cual ha generado enfrentamientos frontales entre los Poderes de la Unión.
Sin embargo, ese no ha sido el verdadero núcleo del debate. La discusión pública se ha centrado más en la idea de que el Poder Judicial es «intocable», apoyándose en una interpretación confusa de la división de poderes la cual ha pasado por alto que esto no significa que el Poder Judicial no pueda ser reformado. Al contrario, la esencia de la división de poderes radica en que cada poder pueda ser revisado y ajustado por los otros cuando sea necesario, incluyendo al propio Poder Judicial.
El problema de fondo con el debate actual sobre la Reforma al Poder Judicial es que, paradójicamente, quienes defienden la irreformabilidad del PJF lo hacen en nombre de la misma división de poderes y la democracia que, en teoría, debería permitir la revisión constante de cada uno de los tres poderes de la Unión.
Es decir, en nombre de la necesidad de evitar el control absoluto de un poder sobre otro, se propone la idea de que uno de los poderes sea, de facto, irreformable. Esto plantea una contradicción fundamental: si el Poder Judicial es intocable, ¿no estamos rompiendo con el principio de pesos y contrapesos que sostiene nuestra democracia?
Aquí radica el primer gran reto de esta reforma: no podemos pretender que la división de poderes signifique un estancamiento en su evolución. En la práctica, los órganos del Estado deben ser susceptibles de cambios y ajustes conforme a las necesidades sociales y políticas del momento. Pero el problema es más profundo. Este debate ha exhibido una paradoja en el sistema democrático mexicano, una que toca el corazón mismo de la relación entre la voluntad popular y los límites institucionales.
El presidente de la República ha ejercido su facultad constitucional de presentar una iniciativa de reforma. Por muy controvertida que sea, está dentro de sus atribuciones. Posteriormente, el Congreso, donde su partido tiene mayoría, la discute y la aprueba, y así lo hará el Senado.
Este es el meollo del debate: los diputados y senadores que hoy son mayoría fueron electos por la ciudadanía en elecciones libres, y los votantes eran conscientes de que esta reforma formaba parte del plan de gobierno de esa mayoría. Con su voto, la ciudadanía no solo eligió, sino que también ratificó un proyecto de gobierno, incluida la reforma al Poder Judicial. Es decir, el proceso legislativo que estamos viendo es una extensión de la voluntad popular expresada en las urnas.
Sin embargo, aquí surge la paradoja: en una democracia, el poder reside en el pueblo y se ejerce a través de sus representantes. Pero ¿qué sucede cuando esa voluntad popular ‘’choca’’ con la independencia de otro poder, o bien, plantea su reforma?
La paradoja es clara: la voluntad popular, expresada a través de los legisladores en los cuales se constituyó una mayoría, al parecer debería de tener un límite en la división de poderes, ya que el Poder Judicial hoy se presenta como un bastión de la estabilidad institucional. ¿Es justo que la democracia y la voluntad popular tengan un límite material en la estructura institucional? O en general ¿Es justo que la democracia y la voluntad popular tengan limites?
Podemos usar una analogía aquí: la democracia es como un río caudaloso, lleno de energía y vida, fluyendo con la voluntad del pueblo. Pero el sistema de pesos y contrapesos es una presa que canaliza ese flujo, previniendo inundaciones que podrían destruir todo a su paso. Sin esa presa, el río podría arrasar con las estructuras democráticas que protegen las libertades individuales. Pero ¿y si esa presa es tan fuerte que termina asfixiando el flujo natural del río? Ahí es donde reside el dilema: necesitamos un equilibrio entre el flujo de la democracia y las estructuras que lo contienen.
No se trata aquí de apoyar o rechazar la reforma en sí misma, sino de invitar a una reflexión sobre la relación entre democracia y división de poderes. El debate actual ha sacado a la luz una contradicción que debemos resolver si queremos fortalecer nuestras instituciones. La reforma judicial que hoy se discute fue, en cierta medida, un mandato popular, pero su aprobación genera tensiones inevitables con el sistema de contrapesos. ¿Cómo equilibramos la voluntad popular con la necesidad de mantener los contrapesos que también son inherentes a la democracia? La respuesta no es simple, pero es una discusión que debemos abordar con madurez y sin miedo a tocar los puntos más sensibles de nuestro sistema democrático.
Como diría Napoleón, el poder no teme a las reformas, pero debe cuidarse de no perder el equilibrio que lo mantiene legítimo.
