NACIONALES
Casos Caro Quintero y Silvano Aureoles: Piezas, traiciones y sacrificios de Estado en el ajedrez de la política
Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco //
En un tribunal de Nueva York, Rafael Caro Quintero, el hombre que sembró terror en los ochenta y se convirtió en leyenda en la sombra, se declaró inocente de los cargos que, de ser hallado culpable, podrían condenarlo a muerte.
Ahí estaba, el «Narco de narcos», con sus 72 años a cuestas, enfrentando al país que juró nunca olvidar a Enrique «Kiki» Camarena. La fiscal Saritha Komatireddy – La ironía del nombre de la fiscal es de risa – lo miró desde su podio y dejó caer la sentencia que flotaba en la sala: «La justicia nunca olvida». Y, sin embargo, ¿quién olvida a la justicia?
En la sala, cien agentes de la DEA honraban a su compañero caído. En otra esquina, Vicente Carrillo Fuentes, el fantasma del Cártel de Juárez, también se declaraba inocente. Uno de los juicios más simbólicos en la historia del narcotráfico daba inicio. El mensaje de Washington era claro: la era de los cárteles de los ochenta debía cerrarse.
Mientras tanto, en México, la versión oficial se construía con pinceladas de diplomacia. El fiscal Alejandro Gertz se apresuraba a recalcar que la decisión de enviar a 29 capos al norte no era sumisión, sino «cumplimiento de obligaciones». El gobierno mexicano, según sus palabras, estaba dejando claro que aquí «no se protege a ningún delincuente con vinculaciones internacionales». Un favor a Washington disfrazado de estrategia de seguridad nacional.
Pero la realidad, como siempre, es más turbia. No hubo extradición, sino un “traslado” exprés, al amparo de un viejo argumento jurídico desempolvado a conveniencia. Si alguien amenazaba la seguridad nacional, se le podía entregar sin tanto papeleo. La Casa Blanca había entregado su lista y, como en los tiempos de la Inquisición, el gobierno mexicano había ejecutado la sentencia.
La historia comenzó con una llamada. Pete Hegseth, secretario de Defensa de Estados Unidos, se comunicó con sus homólogos mexicanos el 31 de enero. Su mensaje era claro: si México no resolvía la relación incómoda entre el gobierno y los cárteles, el ejército estadounidense estaba listo para actuar. No era una amenaza sutil. Los altos mandos mexicanos, sorprendidos, se sintieron humillados. La idea de tropas extranjeras interviniendo en suelo mexicano no era una opción. Había que mover fichas. Y rápido.
Desde entonces, Hegseth repitió su advertencia en la frontera, en Guantánamo, en los foros donde le escucharan. «No descartamos nada. Nada».
En la entrevista concedida a la revista The Spectator, difundida el 28 de febrero, Donald Trump dice enfáticamente: «Ciertamente, recomendaría investigar a políticos mexicanos». Su tono era de amenaza apenas velada.
En la diplomacia del miedo, no se requieren acusaciones concretas, solo insinúo letales. Recordemos, ese tipo de declaraciones originaron que, de la noche a la mañana, 29 capos cruzaban la frontera en un gesto de buena voluntad, de negociación silenciosa, de sacrificio calculado.
Pero el sacrificio no terminará allí. En Jalisco, en un movimiento casi coreografiado, caía Silvano Aureoles Conejo, exgobernador de Michoacán -uno de los tres estados donde se asienta el “Triángulo Dorado” del narcotráfico-. Acusado de desfalco millonario, de peculado, de lavado. Capturado con un despliegue digno de un capo del narcotráfico.
Junto con él, exfuncionarios de su administración, detenidos en operativos simultáneos en México y Miami. Como si el gobierno quisiera dejar claro que la purga no era solo para los narcos. La política también tenía su cuota de culpa y detenciones de opositores al régimen lucen bien al momento de limpiar la imagen pública.
La pregunta, como siempre, es: ¿a cuánta gente más está dispuesta a entregar el gobierno mexicano para mantener el equilibrio con su vecino del norte? La detención de Aureoles huele a mensaje. A cierre de cuentas. A venganza. Un recordatorio de que el poder no es eterno y que el enemigo no siempre es el crimen organizado. A veces, es el aliado de ayer.
El caso Caro Quintero es la pieza central de este ajedrez. No es solo la historia de un viejo capo enfrentando su destino. Es el símbolo de un narcoestado que nunca se termina de desmantelar. De un sistema donde los pactos cambian, pero las reglas son las mismas. Donde el crimen y la política se entrelazan en un baile de cínicos y oportunistas.
En la sala de la corte de Brooklyn, Caro Quintero escucha su destino con la resignación de quien ya lo había previsto. En la frontera, Trump sonríe con la certeza de que tiene una nueva arma electoral. En México, el gobierno aplaude su “compromiso” con la justicia, mientras las sombras del pasado siguen respirando en los pasillos del poder.
Y la pregunta sigue flotando, incómoda y urgente: ¿qué sigue? Porque en este juego de traiciones, siempre hay otra ficha por mover. Y otra cabeza por rodar.
En X @DEPACHECOS
