JALISCO
El Auschwitz de Jalisco: La huelga de la muerte, Teuchitlán y el eco de una distopía interminable
A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
La obra “El Emperador de la Atlántida”, compuesta por Viktor Ullmann durante su cautiverio en el campo de concentración de Theresienstadt, es una pieza que encierra un profundo simbolismo sobre la condición humana en tiempos de barbarie.
En esta ópera, el Emperador Overall, una figura autoritaria y cruel, proclama una guerra total que llevará la muerte a todos los rincones del mundo. Sin embargo, en un giro inesperado, la propia Muerte se rebela y se niega a seguir cumpliendo su función. La decisión de la Muerte provoca un colapso social: los heridos de guerra no mueren, los enfermos languidecen eternamente en sus camas y el sufrimiento se prolonga de forma insoportable. Solo cuando el Emperador comprende la magnitud de su desmesura y ofrece su propia vida, la Muerte decide volver a ejercer su papel, restableciendo el orden natural de las cosas.
La obra, concebida en un contexto de exterminio y brutalidad inenarrables, plantea una paradoja que retumba con fuerza en tiempos de violencia desbordada: cuando el ciclo natural de la vida y la muerte se rompe, lo que queda es un sufrimiento sin final, una desolación que arrasa tanto a víctimas como a victimarios.
Lo que ha ocurrido en Teuchitlán, Jalisco, parece sacado de las páginas más sombrías de la historia humana. El hallazgo de un rancho utilizado por el crimen organizado para entrenar reclutas y, más aterrador aún, para ejecutar e incinerar cuerpos ha dejado una cicatriz imborrable en la memoria colectiva del estado. No es casual que el lugar haya sido denominado por muchos como «el Auschwitz de Jalisco». La referencia, aunque dolorosa, y un poco desproporcionada, resulta inevitable cuando el horror se organiza metódicamente y el ser humano es reducido a un objeto desechable.
Jalisco ha vivido en las últimas décadas una espiral de violencia que parece no tener fin. Desde hace aproximadamente 8 años, nuestro estado se ha visto atrapado en una crisis de inseguridad que se ha traducido en miles de desaparecidos, homicidios dolosos y hallazgos de fosas clandestinas que exhiben la descomposición social en la que nos encontramos inmersos.
El caso de Teuchitlán, por su brutalidad y su simbolismo, no solo expone la ferocidad del crimen organizado, sino que también evidencia un panorama en el que la vida y la muerte parecen haberse convertido en conceptos meramente circunstanciales, carentes de valor o significado.
Es, en esencia, la materialización de aquella distopía que Viktor Ullmann denunció en su obra: una realidad en la que la Muerte, agotada de tanto trabajo, se ha ido a huelga, dejando un rastro de cuerpos que se apilan en el olvido, sin recibir la paz de un cierre definitivo. En este escenario, la muerte ya no es un desenlace que brinda descanso, sino una condena extendida que convierte el sufrimiento en algo interminable.
Las víctimas, cuyos cuerpos fueron incinerados en crematorios clandestinos, no solo fueron privadas de su vida, sino también de su derecho a ser recordadas de forma digna. La violencia extrema que vivimos en Jalisco ha trastocado incluso los rituales más básicos del duelo, pues en lugar de un entierro solemne que permita a las familias despedirse, lo que queda son restos irreconocibles, sin nombre, sin rostro y sin historia.
La comparación con Auschwitz incomoda, pero es inevitable. Aquí no se trata de emular la dimensión industrial del Holocausto ni de equiparar los contextos históricos, sino de reconocer que, al igual que en aquel tiempo, el desprecio por la vida se ha convertido en una constante. En Jalisco, la ubicuidad de la muerte ha generado una sensación de indiferencia por parte de autoridades que termina por normalizar la barbarie.
Al escuchar sobre cuerpos calcinados, bolsas con restos humanos o hallazgos de fosas clandestinas, muchos reaccionan con una frialdad que refleja cómo la violencia ha desgastado nuestra sensibilidad.
Esa es la verdadera tragedia que enfrenta nuestro tiempo: que la vida y la muerte se han vuelto eventos anodinos, sin que nadie se inmute ante el dolor de las familias que siguen buscando a sus desaparecidos o que lloran a sus muertos sin tener siquiera un cuerpo que sepultar.
La crisis de seguridad en Jalisco no puede explicarse solo desde el actuar del crimen organizado. En “El Emperador de la Atlántida”, la muerte se niega a seguir trabajando porque el dolor ha perdido su sentido; en Jalisco, la muerte ha seguido su curso, pero es nuestra sociedad la que ha dejado de reaccionar. Esa indiferencia no es gratuita: nace del temor, del desamparo de las autoridades y de una constante incertidumbre que ha hecho que muchos prefieran voltear la mirada y resignarse a que la violencia es parte del paisaje cotidiano.
En medio de esta tragedia, la memoria se erige como el último refugio ante el olvido. El horror de Teuchitlán no debe ser reducido a una cifra más en las estadísticas ni diluido en la narrativa de que “así está el país”.
Debe ser un recordatorio de que, mientras sigamos viendo la violencia como algo ajeno, la barbarie seguirá avanzando sin que nadie se atreva a detenerla. El Emperador Overall ofreció su propia vida para que la Muerte volviera a dar descanso a los cuerpos; en nuestro caso, la solución no radica en un sacrificio individual, sino en la reconstrucción del tejido social, en la recuperación de la empatía y en el rechazo contundente a la normalización del horror.
Solo así podremos evitar que el «Auschwitz de Jalisco» se convierta en un triste presagio de un futuro en el que la Muerte, cansada de tanto trabajar, decida abandonarnos a nuestro propio sufrimiento interminable.
