OPINIÓN
No entienden que no entienden
Opinión, por Iván Arrazola //
La frase, utilizada originalmente por el periódico The Economist para referirse al presidente Enrique Peña Nieto, ilustraba la incapacidad del mandatario para reconocer el profundo problema de corrupción que afectaba a su administración. Hoy, el gobierno de la Cuarta Transformación parece repetir esa misma ceguera: incapaz de ejercer una mínima autocrítica, indiferente ante las voces de las víctimas y aferrado a un discurso que minimiza el papel del Estado en uno de los dramas más dolorosos de México: las desapariciones forzadas.
El presidente del Comité contra las Desapariciones Forzadas de la ONU, Olivier De Frouville, advirtió que México enfrenta actualmente una “situación preocupante” en relación con el fenómeno de las desapariciones. Explicó que, ante la gravedad del caso, se procedió conforme al Artículo 34 de la Convención Internacional para la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas. Dicho artículo establece que, si el Comité considera que existen indicios fundados de que las desapariciones se cometen de manera generalizada o sistemática en el territorio de un Estado parte, puede remitir el asunto, con carácter urgente, a la consideración de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
El Comité no responsabiliza de manera directa al gobierno de Claudia Sheinbaum por las desapariciones; lo que advierte es que se trata de un problema estructural, en el que agentes de los distintos niveles de gobierno, ya sea por acción u omisión, permiten que las desapariciones continúen ocurriendo en el presente, del mismo modo en que han sucedido en el pasado.
Sin embargo, en lugar de reconocer la gravedad del problema y actuar en consecuencia, la respuesta del gobierno ha sido negarlo todo. La presidenta Claudia Sheinbaum, secundada por sus aliados, insiste en que las desapariciones forzadas “ya no las comete el Estado”, como ocurrió en el pasado en el periodo de la “Guerra Sucia”, ahora las desapariciones las llevan a cabo los grupos del crimen organizado.
Este discurso no solo es evasivo, sino también falso. Casos como Ayotzinapa o Teuchitlán muestran que autoridades municipales, estatales o cuerpos de seguridad pública, continúan participando activamente en desapariciones o, también son omisas ante ellas.
A esta narrativa se suman voces institucionales profundamente desacreditadas, como la de la presidenta de la CNDH, que lejos de representar a las víctimas, se ha limitado a reproducir el discurso oficial del gobierno. Peor aún, su titular ha ido más allá al declarar, con un tono desafiante: «La ONU no va a hacer nada aquí, no lo vamos a permitir».
Estas declaraciones no solo reflejan una preocupante falta de autonomía, exhiben como la CNDH se ha convertido en comparsa del gobierno y ha renunciado a su labor principal, proteger los derechos de las personas frente al Estado.
También figuras como el senador Gerardo Fernández Noroña, que se presenta como defensor de las causas populares mientras vive con los privilegios de un político de élite, solo agravan la desconexión entre el poder y la realidad. El senador utilizó la tribuna del Senado para solicitar la destitución del presidente del Comité.
En este contexto de negación, los colectivos de familias buscadoras —quienes representan la verdadera resistencia civil ante la impunidad— se enfrentan al desdén institucional. Ejemplo de ello es el comportamiento de la Secretaría de Gobernación, quien abandonó una reunión con familiares de desaparecidos para ir al Senado y visitar un familiar hospitalizado, dejando en claro sus “verdaderas” prioridades.
Más allá del desdén de las autoridades, preocupa la falta de estrategias claras y efectivas. La presidenta anunció una serie de iniciativas legislativas que posteriormente dijo que retiraría, argumentando que escucharía a los colectivos. Pero lo cierto es que dichas propuestas nacieron sin diagnóstico, sin diálogo real y sin una evaluación técnica de su viabilidad. La improvisación se ha vuelto la norma.
Frente a este panorama, la cooperación internacional debería dejar de ser vista como una intromisión. Países como Guatemala y Colombia, con experiencias duras pero valiosas en procesos de justicia transicional y búsqueda de desaparecidos, pueden ofrecer aprendizajes cruciales. Además, la participación de la sociedad civil organizada, excluida sistemáticamente de la toma de decisiones, podría aportar legitimidad y conocimiento especializado que el Estado, evidentemente, no tiene.
El dilema actual es claro: o se avanza en la creación de protocolos de búsqueda temprana, con tecnología, capacitación y coordinación institucional, o se sigue apostando por el hallazgo de fosas clandestinas y la identificación de restos, tareas que muchas veces se desarrollan de manera reactiva y desordenada.
La eficacia, no la retórica, es lo que se necesita con urgencia frente a las desapariciones. Las palabras del gobierno se las lleva el viento. A quienes no se ha llevado el viento —porque siguen allí, bajo tierra, en alguna fosa, o retenidos en contra de su voluntad— es a los más de 120 mil desaparecidos que continúan esperando que alguien les encuentre.
