OPINIÓN
Más Mujicas, más coherencia…
Opinión, por Miguel Anaya //
José “Pepe” Mujica nació en 1935 en Montevideo, Uruguay, creció en una familia humilde de ascendencia vasca. Desde joven estuvo ligado a las luchas sociales y a los movimientos populares. En la década de 1960 se unió al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una guerrilla urbana que enfrentó a un sistema político percibido por su movimiento como desigual e injusto.
Fue capturado y pasó 13 años en prisión, gran parte de ellos en condiciones extremas, aislado y sometido a torturas. Esa experiencia no lo quebró; al contrario, lo transformó. Salió de la cárcel con una visión profunda sobre la libertad, la justicia y la dignidad humana. Su ideología y lucha es tema de opiniones encontradas, pero su coherencia, honestidad y cabalidad son reconocidas por propios y extraños.
Mujica asumió la presidencia de Uruguay en 2010, en un contexto de estabilidad democrática, pero con desafíos importantes: consolidar los avances económicos de gobiernos anteriores, profundizar la inclusión social y marcar una agenda ética en la gestión pública.
Su llegada al poder no fue la de un tecnócrata ni la de un político tradicional, sino la de un hombre que había vivido en carne propia el precio de sus ideas, y que ahora tenía la oportunidad de gobernar con esa misma convicción, logrando un gobierno abierto a la diversidad de opiniones.
Durante su mandato, promovió políticas progresistas que colocaron a Uruguay en el centro del debate global: legalizó el matrimonio igualitario, reguló el mercado de la marihuana y defendió con firmeza la redistribución del ingreso. Este tipo de agenda es aplaudida por algunos y desdeñada por otros.
Lo que no cabe duda es de que Mujica supo hablar con firmeza, convicción y argumentos alrededor de lo que él creía correcto; finalmente, lo que lo convirtió en una figura internacional no fue solo su agenda legislativa, sino su forma de vivir el poder.
Mujica renunció a los privilegios de su cargo. Vivía en una casa modesta, manejaba un Volkswagen viejo, vestía ropa sin marca y donaba la mayor parte de su sueldo. Su austeridad no era una estrategia de imagen: era la coherencia hecha costumbre. No hablaba desde arriba, sino desde el mismo lugar que había habitado siempre. Decía lo que pensaba y vivía como decía. Esa congruencia entre palabra y acción, entre idea y estilo de vida, fue su mayor acto político.
En tiempos donde la política se ha vuelto un desfile de discursos vacíos y gestos ensayados, la coherencia se vuelve un bien escaso y, por tanto, valioso. El problema de muchos líderes no es su ideología, sino la distancia que existe entre lo que prometen y lo que practican.
La mayoría opta por lo conveniente, lo inmediato, lo que proyecta popularidad, aunque carezca de profundidad. Mujica, en cambio, nos recordó que la verdadera influencia consiste en inspirar desde el ejemplo.
Más allá del personaje, lo que nos urge recuperar es el principio que encarnó: la coherencia. Pensar, decir y hacer en una misma línea. Defender las ideas no como pancartas para la tribuna, sino como principios que modelan la vida diaria. En un mundo saturado de superficialidad, las ideas con sustancia son las que sobreviven, las que arraigan, las que transforman.
Hoy necesitamos más Mujicas, sí, pero sobre todo más ciudadanos comunes dispuestos a vivir con honestidad intelectual y ética práctica. Más liderazgos que no se construyan sobre slogans, sino sobre valores vividos. Más ciudadanos capaces de exigir, pero también de asumir. Porque la coherencia no es solo una virtud personal: es un acto político, una herramienta de transformación colectiva.
En una época donde lo aparente suele ganarle a lo auténtico, tal vez el mayor gesto de rebeldía sea volver a lo esencial. A lo que no necesita adornos. A la congruencia como brújula, y a la sustancia como motor.
El cambio verdadero no comienza con nuevas promesas, sino con verdades vividas con convicción.
