OPINIÓN
Tierra de garzas
Opinión, por Miguel Anaya //
Había una vez un pueblo costero, rodeado de mares vibrantes y volcanes dormidos. Su nombre era Garzalandia. Sus habitantes, en su mayoría cangrejos, trabajaban incansablemente, mientras en lo alto, observándolos con mirada serena pero calculadora, reinaban las garzas.
A pesar de que los cangrejos eran muchos más, las garzas habían logrado convencerlos de que la mejor opción para gobernar eran ellas, así, para ser electas, a veces se presentaban en planillas azules, otras ocasiones con planillas naranjas o amarillas, incluso formaron una planilla llena de garzas de distintos colores, qué ya habían gobernado, pero se presentaban como algo nuevo. Los cangrejos discutían acaloradamente cual color era mejor e incluso se peleaban por ello, pues los simpatizantes de alguna u otra garza, a veces llegaban al fanatismo.
Los cangrejos pagaban impuestos que terminaban en los nidos de las aves. Garzas que gastaban lo recaudado en viajes alrededor del mundo con la excusa de que esos gastos eran necesarios para aportar una nueva visión a Garzalandia. Por si fuera poco, en aquel lugar había otro poder igual de influyente: las tortugas. Silenciosas y meticulosas, se movían con paso pausado, pero firme, administrando territorios, cobrando tributos y asegurando que las reglas no escritas de Garzalandia se cumplieran.
A través de décadas, las tortugas habían funcionado como instrumento de control de las garzas, pero durante los últimos años, el poder y crueldad de las tortugas se había incrementado. Nada se movía sin su autorización, y quien intentaba desafiar su orden, pronto descubría su error.
A pesar de lo terrible de la situación, Garzalandia seguía siendo un paraíso en muchos ámbitos: playas doradas, una cultura envidiable, restaurantes llenos de vida, música que alegraba las tardes… pero también un profundo sentimiento de resignación. Cada tres años, las garzas recorrían las casas con promesas renovadas:
«Ahora sí, vamos a cuidar de ustedes.»
«Se acabó la corrupción.»
«Garantizaremos el agua limpia por los próximos 50 años.»
“Por fin solucionaremos el problema de la basura.”
Los cangrejos, esperanzados, votaban. Elegían garzas de distintos plumajes, algunas con atuendos sencillos, otras con palabras cautivadoras, otras calvas… Y luego regresaban a sus vidas, a sus jornadas interminables, al vaivén de promesas que nunca se cumplían, a vivir con miedo.
Mientras tanto, las tortugas seguían su marcha imperturbable. Ellas no cambiaban con las elecciones. No necesitaban discursos, ni votos, ni publicidad. Su autoridad era otra, más tangible, más cotidiana. Para los cangrejos, las tortugas no eran un gobierno; eran una certeza. Y en Garzalandia, la certeza era más fuerte que la esperanza, tanto así que, aunque suene increíble, muchos jóvenes cangrejos aspiraban a convertirse en tortugas, vestían falsas garras y caparazones, escuchaban música qué idolatraba a los reptiles, aunque esas canciones promovieran la violencia contra su propia especie.
Un día, un joven cangrejo se atrevió a preguntar:
—¿Y si dejamos de votar por garzas y elegimos a un cangrejo?
La respuesta llegó pronto, con el tono de resignación que se había arraigado en generaciones:
—No seas ingenuo. Si no votamos por las garzas, las tortugas seguirán gobernando igual. Nosotros, los cangrejos, no podemos cambiar nada.
Y así, la historia continuó:
Las garzas administraban el poder desde lo alto.
Las tortugas reinaban en las calles.
Los cangrejos trabajaban sin parar.
Y Garzalandia seguía su curso, siempre igual.
Pero entre los murmullos del pueblo, algo comenzó a cambiar. Algunos cangrejos dejaron de discutir sobre garzas de distintos colores y empezaron a hablar de comunidad. Dejaron de esperar soluciones desde las alturas y empezaron a construirlas entre ellos. Recordaron sus raíces y promovieron una cultura que resaltaba el orgullo de ser crustáceo.
Se reunieron para proteger sus propios intereses. Se organizaron para cuidar de sus familias. Crearon redes donde la voz de los cangrejos tenía peso, donde sus preocupaciones eran escuchadas.
Descubrieron que el cambio no siempre viene desde arriba. Cambiaron su manera de ver las cosas y sus rutinas, aprendiendo a trabajar en equipo. Entendieron que el ejercicio de gobierno también les correspondía y que si se lo proponían podían avanzar juntos, caminado en distinto sentido al acostumbrado.
Y así, aunque caminar hacia adelante nunca ha sido fácil para un cangrejo, por primera vez, decidieron intentarlo.
