JALISCO
Agua que cuesta más, pero vale menos
A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
El agua en Guadalajara se ha convertido en un espejismo caro: se paga como si fuera un manantial cristalino que fluye constante, pero en realidad es un líquido que aparece y desaparece, a veces con olor a óxido, otras con un color que recuerda al lodo. El recibo llega puntual, siempre, como un recordatorio de que el SIAPA puede facturar con disciplina lo que no logra entregar con eficiencia.
La cuota sufrirá un aumento de 12.5% para 2025 que resulta casi tres veces superior a la inflación de 2024. Es el costo de un recurso esencial convertido en un producto que, por momentos, parece más una promesa incumplida que un derecho garantizado.
El SIAPA, el organismo operador que debería asegurar agua suficiente y de calidad en el Área Metropolitana de Guadalajara, explicó con solemnidad que el alza era indispensable. Su director, Carlos Torres Lugo, asegura que el servicio está subsidiado en más del 30% y que el precio sigue siendo bajo comparado con el costo de transportarla, potabilizarla y distribuirla en una ciudad que crece como una mancha de humedad desbordada. Y, sin embargo, para miles de familias que cada semana publican fotografías de tinacos vacíos y garrafones manchados, la retórica oficial suena tan hueca como las tuberías que se desmoronan bajo la tierra.
El argumento del subsidio no mitiga la realidad de un servicio deficiente. Colonias enteras —El Fortín, Villas del Ixtépete, Tonalá, Providencia— reportan agua con un color ámbar que parece anunciar la enfermedad, un olor penetrante que desalienta cocinar o lavarse, una presión que no alcanza ni para llenar una cubeta en media hora. Las zonas altas de Zapopan, Tlaquepaque y Tonalá padecen cortes crónicos, porque la infraestructura para bombear agua sencillamente no se construyó con la visión que una ciudad de cinco millones de habitantes exigía.
Mega cortes como el de noviembre de 2024 dejaron a más de 800 colonias sin una gota, mientras los anuncios institucionales prometían soluciones que no llegaron. A esto se suma la ironía de pagar más por un líquido que apenas se puede llamar potable, mientras se multiplican las fugas que en ocasiones terminan en tragedias urbanas. No hay que ir tan lejos en el calendario: en 2024, un socavón costó 110 millones de pesos en reparaciones y evidenció que la red hidráulica es un sistema enfermo que no se ha querido intervenir de fondo.
Los defensores del aumento de tarifas insisten en que quien se opone sólo quiere ver quebrar al SIAPA. El reduccionismo de ese argumento es insultante. Estar en contra del incremento no implica desear la quiebra de la institución; significa, en todo caso, exigir que los recursos que ya pagamos se transparenten y se traduzcan en un servicio digno. No hay lógica que justifique cobrar más si los problemas de fondo siguen intactos: la opacidad presupuestal, las contrataciones sospechosas y la falta de inversión. El debate no es si el agua debe costar algo —nadie discute que potabilizarla requiere dinero— sino si ese costo está respaldado por un servicio que cumpla los estándares mínimos. Lo que indigna no es pagar por el agua; es pagar por la simulación.
Si uno revisa los reportes que circulan en redes sociales, las historias se repiten con un eco sordo: familias que se endeudan para comprar pipas, negocios que deben cerrar porque los tinacos no alcanzan, estudiantes que se bañan con cubetas. Mientras tanto, los comunicados del SIAPA suenan como un coro de excusas burocráticas: que las fallas son producto del crecimiento urbano, que los cortes son por mantenimiento preventivo, que el olor a óxido no es un riesgo sanitario. Pero en los hogares afectados, la paciencia se agota con la misma rapidez con la que se vacían los depósitos. Al final, la sensación es de pagar una cuota de resignación cada mes.
El SIAPA argumenta que su modelo de subsidios protege a los más vulnerables. Y es cierto que existe una tarifa social que aplica en zonas de pobreza, con cuotas que rondan los 59 pesos hasta siete metros cúbicos. También hay descuentos a personas adultas mayores y con discapacidad. Pero esos paliativos no tocan el núcleo del problema: el acceso confiable. De poco sirve un precio preferencial si el agua no llega o llega contaminada. Las colonias marginadas de Guadalajara, Zapopan, Tlajomulco, Tlaquepaque y Tonalá no necesitan tarifas simbólicas: necesitan infraestructura que funcione.
Pero por eso mismo, no es de sorprender que el tema se haya convertido en un terreno fértil para la politización: cuando un servicio esencial falla, cualquier promesa de rescate encuentra audiencia. Pero más allá del oportunismo electoral, persiste la pregunta incómoda: ¿cómo justificar que el agua cueste más cada año si nunca termina de llegar en condiciones aceptables?
El agua es, por definición, un bien de la nación. Pero en Guadalajara empieza a parecer un privilegio que se compra caro y se recibe a medias. La metáfora del espejismo no es exagerada: se cobra como si el suministro fuera abundante y cristalino, cuando en realidad es una franja de incertidumbre que cada familia sortea como puede.
Mientras tanto, el organismo operador defiende el aumento con el mismo guion de siempre: costos crecientes, subsidios, infraestructura antigua. Lo que nunca se explica del todo es por qué esa retórica no se traduce en soluciones visibles.
Hay quien piensa que el problema es cultural: que la gente no valora el agua, que desperdicia, que no quiere pagar su precio real. Y sin duda, en toda sociedad hay prácticas que deben corregirse. Pero resulta hipócrita señalar al usuario cuando el propio sistema está plagado de fugas físicas y administrativas que nadie se toma la molestia de cerrar. Si el agua cuesta más, que al menos valga más.
Al final, el aumento del 12.5% es mucho más que un ajuste de tarifas. Es el síntoma de una institución que se acostumbró a trasladar su incapacidad de transformación al bolsillo de los ciudadanos. Quizá convendría recordar que el agua no es un producto de lujo ni una mercancía de temporada. Es el principio de toda vida digna. Y si no hay voluntad de garantizarla con la calidad y continuidad que merece, entonces el verdadero costo no es económico: es social, es ético y es político.
