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NACIONALES

El silencio como política pública

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Por Miguel Anaya //

La violencia en México ya no sacude. Se archiva.

Hace apenas unos días, en una comunidad de Irapuato, Guanajuato, un grupo armado irrumpió en plena fiesta patronal. Doce personas fueron asesinadas y una veintena más quedaron heridas. La escena no ocurrió en la clandestinidad de la noche ni en las sombras de un callejón. Fue en una fiesta al aire libre, frente a vecinos, frente a familias, frente a la nada.

Y, aun así, el país no se detuvo. No hubo cadena nacional. No hubo luto colectivo. No hubo conmoción generalizada. Apenas un par de notas en medios nacionales, algunas declaraciones tibias y luego… el silencio. Un silencio institucional, mediático y ciudadano. Un silencio que ya no sorprende porque se ha vuelto costumbre.

México vive una forma de violencia que no estalla, sino que gotea. No impacta de un solo golpe, sino que cae, constante, como una gotera sobre el suelo de la vida pública. Y como ocurre con las goteras, uno se acostumbra al sonido, al daño, a la humedad, y mientras uno se acostumbra, el agua va minando el piso, los cimientos hasta causar un daño estructural irreparable.

La matanza de Irapuato fue un reflejo perfecto de esta descomposición silenciosa. Nadie se responsabilizó, nadie renunció, nadie explicó. El Estado se ausentó no solo en el momento de la tragedia, sino en las horas posteriores, donde más duele: en el abandono de la verdad, en la renuncia al duelo, en la imposibilidad de llamar a las cosas por su nombre.

En el mismo periodo en que ocurrió este ataque, el mundo estaba atento a la escalada entre Irán e Israel. Medios internacionales, líderes políticos, analistas y redes sociales se volcaron a cubrir los misiles, los funerales, las tensiones. Según cifras preliminares, esa guerra ha dejado poco más de 900 muertos iraníes (entre civiles y militares), y al menos 28 muertos israelíes en las ofensivas recientes.

En contraste, México cerró el año 2024 con alrededor de 30,000 homicidios dolosos, más de 1,400 solo en Guanajuato. Es decir: cada mes, México registra el equivalente a varias guerras activas… pero sin el drama internacional, sin los corresponsales extranjeros, sin las portadas globales. Solo cifras que se deslizan, día a día, sin hacer ruido.

La verdadera tragedia no está solo en los muertos, sino en los vivos que ya no reaccionan. Porque cuando una sociedad deja de sentir, deja de exigir. Cuando normaliza el horror, deja de protegerse. Y cuando calla, consiente.

El silencio ya no es ausencia de palabras: es una forma de política pública. Un lenguaje implícito que encubre inacción, que maquilla cifras, que estira discursos para hablar de cualquier cosa menos del país que sangra. No hay escándalo que dure más de 24 horas, ni indignación que sobreviva al siguiente meme viral.

En este clima, el silencio se convierte en estrategia. Mantener la calma a toda costa, aunque debajo de la alfombra se acumulen los cuerpos. Evitar el escándalo, aunque haya viudas exigiendo justicia, niños qué han quedado huérfanos. Administrar el dolor social como si se tratara de una variable económica o un indicador más.

Y mientras tanto, la ciudadanía aprende a sobrevivir sin exigir. A vivir sin protestar. A mirar sin ver. En México, hemos aprendido a enterrar sin ruido. A pasar la página sin entender la historia. A convertir el horror en parte del mobiliario urbano.

No hay conflicto armado declarado, pero hay una guerra que nunca se reconoce. Y eso es quizás lo más peligroso: el país que no se asume en guerra, pero que vive con las consecuencias de una cada día.

No hay misiles, pero hay masacres. No hay tanques, pero hay fosas, no hay declaraciones de guerra, pero hay pactos de silencio. No se atacan fronteras vecinas, pero hay líneas invisibles que nadie se atreve a traspasar.

Y mientras todo esto sucede, todos callamos y el estado voltea para otro lado. La inacción no es neutralidad. Es complicidad con otro nombre.

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