NACIONALES
Réquiem por la seguridad
Opinión, por Iván Arrazola //
El modelo de seguridad pública en México parece haber entrado en una etapa terminal. La reforma constitucional de 2019 —que dio origen a la Guardia Nacional, conformada por miembros de las Fuerzas Armadas— marcó un punto de inflexión al desplazar progresivamente el ideal de una seguridad civil, profesional y democrática. Aunque se prometió que esta sería una institución de carácter transitorio y civil, el rumbo que ha tomado contradice esas aspiraciones iniciales.
Uno de los momentos más polémicos fue la ampliación de la presencia de la Guardia Nacional en tareas de seguridad pública hasta el año 2028. Esta modificación requirió la negociación con fuerzas de oposición, pues el oficialismo no contaba con los votos para aprobar la medida en 2022.
Sin embargo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación también intervino. Declaró inconstitucional, por ejemplo, la posibilidad de que los elementos de la Guardia Nacional realizaran operaciones encubiertas en tareas de prevención del delito, argumentando que ello podría derivar en la fabricación de culpables, la obtención de pruebas ilícitas y violaciones al derecho a la privacidad. También declaró inconstitucional que la Guardia Nacional estuviera bajo el mando de las fuerzas armadas.
La elección de 2024 modificó el escenario. Gracias a una nueva mayoría constitucional, el partido gobernante y sus aliados aprobaron reformas que en el pasado habían sido detenidas. Entre los principales cambios destacan la transferencia total del mando de la Guardia Nacional a la Sedena; la autorización para realizar geolocalización en tiempo real, interceptación de comunicaciones, uso de identidades simuladas y operaciones encubiertas, y la posibilidad de que sus integrantes soliciten licencias para contender por cargos de elección popular.
Estos cambios, sin embargo, se justifican desde el oficialismo con argumentos frágiles y, en ocasiones, de tono trivial. Se ha llegado a afirmar que no se trata de militarización porque el mando supremo recae en la Presidencia de la República —actualmente ocupada por una mujer— o porque el Ejército es «el pueblo uniformado».
Estas afirmaciones eluden una discusión seria sobre los riesgos que implica la concentración del poder coercitivo del Estado en instituciones militares, sobre todo cuando, como ocurre con la Guardia Nacional, más del 70% de sus integrantes no ha obtenido el Certificado Único Policial que exige una formación especializada en seguridad pública.
A esto se suman señalamientos documentados por organismos nacionales e internacionales sobre violaciones a derechos humanos cometidas por elementos de las Fuerzas Armadas y de la Guardia Nacional. Entre los casos más alarmantes se encuentran las denuncias de espionaje a periodistas y defensores de derechos humanos, la represión a personas migrantes y el uso excesivo de la fuerza. Tales hechos han sido expuestos en informes del Departamento de Estado de los Estados Unidos y la CNDH.
Frente a las críticas, el discurso gubernamental se ha limitado a comparaciones simplistas y falaces. Se argumenta, por ejemplo, que la actual administración cuenta con un secretario de seguridad «más guapo” o que el Ejército es incorruptible, a diferencia de la extinta Policía Federal. No obstante, estos razonamientos no abordan el hecho de que, pese a todos los cambios y esfuerzos, México ha registrado cifras récord en homicidios dolosos y que la percepción ciudadana de inseguridad sigue siendo alarmantemente alta.
La estrategia de seguridad parece haber entrado en un callejón sin salida. Se ha optado por fortalecer un modelo basado en la militarización, a pesar de que no ha ofrecido los resultados esperados. Hoy, se confiere a la Guardia Nacional un conjunto de atribuciones que, en cualquier democracia sólida, deberían ser sujetas a contrapesos institucionales, vigilancia ciudadana y control judicial riguroso.
La falta de garantías en un país con altos niveles de impunidad y con un sistema judicial debilitado eleva el riesgo de abusos, extorsión y represión. La memoria histórica remite a etapas oscuras del autoritarismo mexicano, como los excesos del temido «Negro» Durazo o los años de represión selectiva bajo gobiernos priistas. Paradójicamente, un régimen que se proclama heredero del movimiento del 68 parece hoy caminar hacia la legitimación de mecanismos de control autoritario.
En este contexto, es legítimo plantear que la seguridad pública, entendida como un bien público garantizado desde la legalidad, la justicia y el respeto a los derechos humanos, está siendo sustituida por una lógica de imposición. Con una mayoría legislativa que elimina los contrapesos y con un Poder Judicial debilitado, el país se aproxima peligrosamente a un régimen que concentra el uso de la fuerza sin los debidos controles democráticos.
El panorama actual exige una reflexión profunda. La construcción de una seguridad genuinamente democrática no puede sustentarse en una militarización sin frenos, sino en la consolidación de cuerpos civiles capacitados, profesionales y sometidos a escrutinio público.
El réquiem no es solamente por la seguridad, sino por la oportunidad perdida de construir un modelo de seguridad pública justo, civil y democrático.
