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Del privilegio al ridículo: Anatomía de un lord o lady viral

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-A título personal, por Armando Morquecho Camacho

Si Foucault viviera hoy, cambiaría su metáfora del panóptico por la cámara de un celular. Ya no hace falta una torre de vigilancia para disciplinar los cuerpos: basta que alguien diga “¡ya te estoy grabando!” para que cualquier acto de prepotencia quede atrapado en la memoria colectiva de internet. Así, de un instante al otro, nace un nuevo lord o una flamante lady, listos para protagonizar el drama viral que tanto nos obsesiona.

Los “lords” y “ladys” son celebridades fugaces del escarnio digital. No alcanzan la fama por logros admirables, sino por perder la compostura en público: aventar el coche contra una bicicleta, insultar a un vigilante, humillar a un mesero, agredir a una autoridad. Son el recordatorio de que, debajo del barniz civilizado, sigue latiendo un impulso primitivo que grita: “¿Tú sabes quién soy?”

Pero la pregunta interesante no es por qué ellos actúan así, sino por qué nosotros, como sociedad, nos volcamos con tanto fervor a verlos caer.

En el fondo de esta dinámica hay algo más complejo que el simple morbo: una necesidad de justicia simbólica. México es un país donde la impunidad se vive a diario, donde el poder suele blindar a quienes lo detentan. Ver a un prepotente arrastrado por la furia digital —perdiendo prestigio, trabajo o reputación— produce una satisfacción instantánea. Es una pequeña venganza popular contra quienes parecen moverse por la vida sin consecuencias.

Pero esa catarsis es tan veloz como estéril. Cuando las imágenes circulan por Twitter, WhatsApp o TikTok, se vuelven parte de un espectáculo de consumo rápido. Nos indignamos, los apodamos con ironía, compartimos el video con emojis de furia o carcajada… y seguimos con lo nuestro. Nada cambia. Ni en ellos ni en nosotros.

Porque detrás del escándalo también hay una tensión social latente. La mayoría de estos episodios ocurren en contextos donde alguien —por clase, dinero o ego— se siente por encima de los demás. Son escenas cargadas de clasismo y privilegio. Por eso desatan tanta rabia: no por lo que ocurre en esos minutos grabados, sino por todo lo que representan. En cada grito o portazo hay una larga historia de desigualdad estructural que explota en cámara.

Y, sin embargo, el escarnio ya no termina en la escena original. Se amplifica en miles de pantallas, se vuelve meme, se recorta y se repite. La humillación se convierte en espectáculo. La indignación se hace viral.

Y aunque podríamos pensar que eso es una forma moderna de justicia social, muchas veces es solo un linchamiento con aplausos. Un ritual colectivo para sentirnos moralmente superiores, como si nunca hubiéramos perdido la paciencia o tratado mal a alguien.

Ahí es donde conviene hacer una pausa. ¿De verdad estos linchamientos digitales contribuyen a una mejor convivencia? ¿O solo nos entretienen con la caída de alguien? ¿Cuántos de estos casos derivan en procesos legales, disculpas sinceras o reflexión pública? ¿Y cuántos se quedan en el morbo fugaz, mientras las estructuras que normalizan la prepotencia siguen intactas?

Incluso el lenguaje que usamos —“lord”, “lady”— revela el tono de todo esto: títulos de nobleza usados con sarcasmo para bautizar a los que se creen superiores. Al etiquetarlos así, los reducimos a un arquetipo, a un personaje. Les negamos cualquier rasgo humano más allá de su arrebato. Y al hacerlo, nos convertimos en jueces y verdugos de un tribunal que no tiene reglas ni piedad.

Claro: hay videos que son denuncia legítima. Grabar una agresión o una injusticia puede ser la única vía para visibilizar un abuso. Pero otra cosa es transformar cada incidente en comedia grotesca para calmar nuestra ansiedad de espectáculo. No siempre hay una línea clara entre la defensa del interés público y el placer de ver a otro humillado.

El fenómeno de los lords y ladys es un espejo incómodo de nuestra época. Vivimos atrapados en una economía de la atención, donde todo debe ser escándalo, contenido, entretenimiento. La indignación se dosifica en cápsulas de treinta segundos. Hoy es Lady Tres Pesos, mañana será Lord Café. Pasado mañana, nadie se acordará.

Mientras tanto, nosotros seguimos mirando. Señalando. Compartiendo. Convencidos de que algo cambia cada vez que alguien se vuelve viral por su arrogancia. Pero no hay transformación social en el escarnio digital. Solo hay un ciclo que se repite. Porque el verdadero problema no es solo el lord o la lady del momento, sino la sociedad que los produce… y que los necesita.

Quizá algún día entendamos que no necesitamos más videos virales para indignarnos, sino instituciones que operen con eficiencia, mecanismos de rendición de cuentas que no dependan del escándalo público, y una cultura cívica donde el respeto sea la norma y no la excepción solo porque alguien está grabando. Porque lo preocupante no es únicamente que existan personas dispuestas a ejercer su poder con arrogancia, sino que el sistema que lo tolera y lo facilita suele mantenerse intacto, sin consecuencias reales más allá del desprestigio momentáneo.

Mientras no exista una estructura que sancione con seriedad los abusos cotidianos y garantice que la prepotencia no sea una práctica aceptada en la vida pública y privada, seguiremos pensando que la justicia ocurre en las redes sociales. Y mientras sigamos convencidos de que el linchamiento exprés es la única vía para equilibrar las relaciones de poder, seguiremos pegados a la pantalla. No por compromiso cívico, sino por hábito. No por indignación genuina, sino porque el consumo constante de escándalos ya se volvió un reflejo automático.

En ese ciclo, cada episodio confirma algo incómodo: este reality show nacional no es un accidente pasajero. Es la rutina con la que convivimos todos los días, un síntoma de lo mucho que nos falta por resolver fuera del campo de la viralidad. Y quizá, si no hacemos nada distinto, seguirá siendo exactamente igual por mucho tiempo.

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