NACIONALES
El duque del Río Grijalva
-Opinión, por Miguel Anaya
En la tierra del sur, donde un río ancho y terroso atraviesa manglares y cosechas, se levantaba en medio de humedales el Palacio de los Pelícanos, centro del poder de aquella región. Allí, el duque Adán había forjado su destino bajo la tutela del viejo patriarca de Macuspana, hombre que había convertido la paciencia en arte y el discurso en arma. Durante años, el noble fue su sombra y su escudo; tan cercano, que muchos pensaban que, llegado el momento, él sería el elegido para sucederlo en el trono mayor.
Pero el destino torció el curso. La heredera designada fue la doctora del reino, que llegó con mirada y acciones calculadas. El noble sonrió para la foto, pero, aunque desde ese momento supo que los días de gloria quedaban atrás, se negaba a aceptarlo públicamente.
En el gobierno local aún quedaba un incondicional del duque, un comandante de uniforme negro, curtido en las calles y temido en las cárceles. Sus métodos eran tan eficaces como inquietantes. Cuentan que dirigía, en secreto, a una hermandad que barría enemigos y extendía redes sobre mercados, carreteras y comunidades.
Cuando la justicia marcó su nombre con tinta roja y sellos de extradición, huyó por mar y tierra. Y con su fuga, dejó tras de sí un rastro que apuntaba directo al noble que lo había puesto en ese puesto.
Cuando un nuevo duque quedó a cargo del territorio local, -un hombre de pocas palabras y sonrisa breve- entendió que sostener el legado del anterior era cargar con un costal de alacranes. Al estallar el escándalo, se deslindó: Que cada uno explique lo que hizo cuando tuvo el mando.
En la gran ciudad, capital del reino, la doctora observaba el movimiento de las fichas. No podía permitir que la tormenta política destrozara la estabilidad de su reinado, pero tampoco estaba dispuesta a mancharse por defender a quien había perdido influencia. Declaró con voz templada: Hay que investigar, pero evitando excesos.
Mientras tanto, en la corte de la reina, más de uno vio la ocasión para clamar contra la corrupción, aunque muchos sabían que se hablaba sobre quienes les convenía atacar.
Desde una no tan lejana península, el conde campechano -a veces aliado, a veces opositor- festejaba en silencio, imaginando titulares que desgarraran a su rival político sin que él tuviera que mover un dedo, además, el escándalo del duque hacía que el conde, dejara de ser el centro de atención para la guardia real.
Así, la sombra del comandante creció hasta envolver el nombre del noble. Los aliados dejaron de invitarlo, las cámaras lo seguían buscando, pero a diferencia de antes, hoy estaban llenas de preguntas incómodas, por si fuera poco, la propia nobleza comenzó a hablar de sanciones y expulsiones.
Su ambición pasada, aquella que lo había hecho adelantarse en la carrera por el trono mayor, ahora se revelaba como su condena: al adelantarse en la carrera, había dejado la espalda descubierta, y el golpe llegó, de la manera más obvia y a la vez por donde menos lo esperaba.
Hoy el río sigue corriendo, indiferente. Alguna vez, el príncipe nadó en sus aguas como cocodrilo libre; hoy las contempla desde la orilla, viendo cómo la corriente se lleva su influencia, sus alianzas y quizá su proyecto. En el tablero, los demás jugadores mueven piezas con una sonrisa contenida. Porque en ese reino, para muchos, la caída de un duque no es tragedia… es una oportunidad.
