MUNDO
El fenómeno Bukele: Sacrificio de la democracia
-A título personal, por Armando Morquecho Camacho
Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, ha irrumpido en la escena política como un fenómeno difícil de ignorar, un líder que despierta tanto admiración como preguntas inquietantes. Recordemos, por un momento, el ascenso de Augusto Pinochet en Chile tras el golpe de 1973: un hombre que prometió orden en medio del caos y que, con amplio respaldo inicial, consolidó un régimen que marcó la historia de su país. La analogía no es precisa, pero el paralelismo invita a la reflexión.
Bukele, con su estilo moderno y su discurso de mano dura, ha ‘’transformado’’ El Salvador que durante décadas fue sinónimo de violencia descontrolada. Las pandillas, que alguna vez dictaban el ritmo de la vida diaria, han sido contenidas. Las calles, antes escenarios de miedo, ahora ofrecen una calma que muchos consideran un logro extraordinario.
Sin embargo, este aparente milagro tiene un costo que no todos están dispuestos a analizar con detenimiento. ¿Cómo equilibrar la admiración por los resultados con las preguntas éticas que surgen de los métodos empleados? ¿Es posible celebrar la seguridad sin pasar por alto las grietas que se abren en el tejido democrático?
El caso de El Salvador es un rompecabezas que combina logros tangibles con dilemas profundos. Bukele ha conseguido lo que parecía imposible: reducir drásticamente los índices de violencia en un país que, hasta hace poco, figuraba entre los más peligrosos del mundo. Su estrategia, sin embargo, no sigue un manual de gobernanza democrática.
Detenciones masivas, suspensiones de derechos constitucionales y un control significativo sobre las instituciones del Estado han sido los pilares de su proyecto. Las cárceles, abarrotadas con decenas de miles de presuntos pandilleros, son el emblema de su cruzada.
Pero no solo eso, lo que también ha sido un emblema han sido las reformas constitucionales, especialmente la más reciente que le garantiza una presidencia prácticamente indefinida, lo cual plantea una pregunta central: ¿puede la seguridad, por anhelada que sea, justificar la erosión de los principios democráticos? La respuesta no es simple, especialmente cuando el apoyo popular a Bukele es abrumador ya que, para muchos salvadoreños, agotados por años de violencia, Bukele no es un autócrata, sino un salvador.
No obstante, este fenómeno genera un debate que trasciende fronteras. Quienes defienden a Bukele, especialmente desde sectores que valoran la estabilidad y el orden, destacan los resultados: calles seguras, familias que ya no viven bajo la amenaza constante de las pandillas, negocios que florecen sin la presión de la extorsión.
Pero esta defensa, aunque comprensible, a veces pasa por alto un análisis más profundo de los costos. La concentración de poder en un solo líder, la subordinación del Poder Legislativo y Judicial, y las restricciones a la prensa no son detalles menores. Llamar a esto “estabilidad” puede ser engañoso; en otro contexto, podría calificarse como un retroceso democrático. La pregunta no es solo si Bukele ha traído paz, sino si esa paz es sostenible cuando depende de un sistema que debilita las instituciones en favor de una figura central.
Por ello, el dilema político se intensifica al considerar si la eficacia de un gobierno es suficiente para perpetuarlo. Bukele no es el primero en enfrentar esta encrucijada. En los años noventa, Alberto Fujimori en Perú combatió con éxito el terrorismo de Sendero Luminoso y estabilizó una economía en crisis, pero lo hizo a costa de disolver el Congreso y controlar las instituciones, medidas que fueron celebradas por muchos hasta que los costos de su autoritarismo se volvieron insostenibles.
En El Salvador, el panorama no es idéntico, pero las señales de alerta son claras: un Poder Legislativo alineado con el Ejecutivo, un Poder Judicial desvanecido, una prensa que enfrenta crecientes presiones. Estos elementos no son meros efectos secundarios; son decisiones deliberadas que reconfiguran el sistema político. Celebrar los logros sin cuestionar los métodos implica aceptar que el fin puede justificar los medios, una premisa que merece un escrutinio cuidadoso.
Quienes apoyan a Bukele, desde diferentes perspectivas políticas, suelen argumentar que la seguridad es un bien supremo, un prerrequisito para cualquier sociedad funcional. Y no les falta razón: en un país donde la violencia era una constante, la posibilidad de caminar sin temor es un cambio transformador. No obstante, la admiración por estos resultados no debería nublar la reflexión sobre sus implicaciones.
La democracia no se reduce a elecciones periódicas; es un sistema de equilibrios que garantiza la pluralidad y protege las libertades, incluso en tiempos de crisis. Cuando un líder se vuelve indispensable, las instituciones se debilitan, y lo que hoy parece una solución puede convertirse mañana en un problema mayor. La historia está llena de ejemplos de líderes que, en nombre del orden, construyeron sistemas que terminaron asfixiando a quienes pretendían proteger.
El caso de El Salvador nos invita a mirar más allá de los titulares y las cifras. Nos desafía a preguntarnos qué significa realmente la democracia y si estamos dispuestos a sacrificarla por resultados inmediatos. Bukele ha demostrado que es posible pacificar un país asolado por la violencia, pero también ha mostrado que el camino hacia la seguridad puede ser un sendero resbaladizo.
Quienes lo defienden, desde cualquier espectro político, harían bien en preguntarse si el precio pagado—una Constitución reformada a conveniencia, instituciones subordinadas, libertades restringidas y una presidencia vitalicia—es sostenible a largo plazo. La coherencia exige cuestionar no solo los métodos de los adversarios, sino también los de aquellos cuyos resultados celebramos.
Porque, al final, la democracia no se mide solo por la ausencia de violencia, sino por la presencia de un sistema que garantice la libertad, incluso cuando el héroe del momento ya no esté en el escenario.
