NACIONALES
Los miserables
-Opinión, por Iván Arrazola
El término miserable tiene diversas acepciones: puede referirse a una persona ruin o despreciable, a alguien en situación de extrema pobreza o a algo insignificante. Recientemente, la gobernadora de Veracruz, Rocío Nahle, utilizó esa palabra —“miserables”— para descalificar a quienes, desde el periodismo y la opinión pública, cuestionaron la versión oficial sobre la muerte de la maestra Irma Hernández, víctima de secuestro y extorsión.
Si bien es posible que la gobernadora haya dirigido el calificativo a quienes intentan lucrar políticamente con la tragedia, su elección de palabras también evidencia una estrategia cada vez más común entre ciertos actores políticos: ante la crítica, optan por desacreditar al interlocutor en lugar de rendir cuentas.
Este caso ilustra la realidad de muchos territorios en abandono, donde la presencia del Estado es prácticamente inexistente. La maestra salió a trabajar, como millones, y se topó con la ley del más fuerte: la del que cobra cuotas, infunde miedo, golpea o desaparece si es necesario.
El Estado, mientras tanto, permanece ausente. La maestra no fue asesinada con armas, pero sí fue condenada por el miedo. Murió tras una amenaza, rodeada de hombres armados, diciendo con angustia: “Con la mafia veracruzana no se juega. Paguen sus cuotas o terminarán como yo”. Esa imagen de impotencia y abandono debería haber sacudido las conciencias, pero el gobierno optó por negar lo evidente.
Nahle, lejos de mostrar empatía, respondió en su conferencia con tono altivo: “Después de ser violentada, desgraciadamente padeció un infarto. Esa fue la realidad, les guste o no les guste”. Y remató: “Es de miserables llevar esto a niveles de escándalo cuando hay una familia enlutada”. Con ello, se dio vuelta al guion: la víctima ya no era Irma, sino la propia gobernadora, víctima —según ella— de una campaña de desprestigio. Así, la muerte de una mujer que solo pedía trabajar se convirtió en un asunto de imagen pública.
La clase gobernante, cada vez más alejada de la realidad, intenta moldear los hechos a través de conferencias mañaneras, monólogos a modo y declaraciones cuidadosamente diseñadas para controlar la narrativa. Sin embargo, por más insistencia en el discurso, las palabras son incapaces de cambiar la tozuda y caprichosa realidad.
La presidenta intentó matizar lo ocurrido con una frase que ya parece muletilla: lamentó el hecho y afirmó que “no queremos que eso ocurra en nuestro país, y para eso trabajamos todos los días”. Sin embargo, a casi un año de haber asumido el cargo, sus palabras suenan cada vez más vacías. La tragedia de Irma no es un hecho aislado, sino el síntoma de una estructura colapsada, especialmente en los niveles más frágiles y desprotegidos del Estado.
Aunque las cifras oficiales presumen una disminución de homicidios dolosos, otras formas de violencia como la extorsión crecen y generan un terror más silencioso, pero igual de devastador. Las autoridades locales no actúan con rapidez; los ciudadanos temen denunciar; y los gobiernos municipales —donde ocurren la mayoría de los crímenes— siguen siendo los eslabones más frágiles de una cadena que no protege a nadie.
El gobierno federal ha anunciado estrategias contra la extorsión: un número único, denuncias anónimas, fortalecimiento de fiscalías. Pero la realidad va más rápido que la burocracia. Ni esos recursos ni los discursos alcanzan para proteger a una maestra, a un taxista o a un pequeño comerciante que sabe que, ante una amenaza, el Estado no responderá a tiempo. Que quien cobra es el crimen, y quien impone las reglas es el miedo.
Como intento de cerrar el caso, la presidenta defendió a Nahle: “La Fiscalía de Veracruz ha hecho un buen trabajo, ya hay detenidos”. Pero la rapidez con la que se anunció justicia despierta sospechas. ¿Fue eficacia real o un montaje para calmar la presión mediática? Si se sabía de la operación de estos grupos, ¿por qué no se actuó antes? ¿Se desarticulará toda la red criminal o bastará con detener a unos cuantos y declarar el caso cerrado, como tantas veces?
A esto se suma una característica cada vez más visible en la clase política mexicana: la hipersensibilidad. Ante cualquier crítica, se confronta al periodismo, se acusa violencia política de género, se descalifica a los medios como parciales o parte de una supuesta «prensa golpista», y se recurre al recurso discursivo de las «campañas de desprestigio». Sin embargo, su estrategia más eficaz no es defender con argumentos, sino victimizarse.
¿Quién es más miserable? ¿El criminal que extorsiona con impunidad a una mujer honesta? ¿La autoridad que minimiza el crimen y se victimiza? ¿O el sistema que obliga a una ciudadana a pagar doble tributo: uno al Estado que no la protege y otro al crimen que sí la castiga? En este México de silencios e impunidad, hay muchos miserables y casi todos están del lado del poder.
