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Estabilidad, el lujo que no conocimos

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-Opinión, por Miguel Anaya

Para quienes nacimos entre los ochenta tardíos y los noventa, el concepto de “normalidad” es un espejismo. Nuestra historia reciente es una sucesión de sacudidas que no nos han dado tregua, como si la vida viniera con un manual de supervivencia en lugar de un plan de futuro.

El primer golpe llegó en 1994. Ese año se acabó la sensación de seguridad y estabilidad de la mayoría, pues el asesinato del candidato presidencial más carismático de los últimos años evaporó esas ideas; por si fuera poco, la crisis de diciembre de aquel año dinamitó las aspiraciones de toda una generación de padres que habían creído en el progreso económico sostenido.

El famoso “Efecto Tequila” qué duró todo 1995 y más, no solo devaluó el peso, también sembró una lección que no hemos olvidado: todo lo que crees seguro puede desplomarse en cuestión de días.

Apenas nos recuperábamos del mareo financiero, y en 2001, las Torres Gemelas cayeron en un ataque que cambió para siempre la forma en que el mundo se mueve. A partir de ahí, cruzar fronteras dejó de ser un trámite burocrático y se volvió un acto de sospecha perpetua. La globalización siguió, pero ahora con miedo incluido.

En México, 2008 marcó un punto de no retorno. El gobierno federal declaró la guerra contra el narcotráfico, y la violencia dejó de ser un tema lejano para instalarse en la vida diaria; 17 años han pasado… Ese mismo año, el colapso de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos arrastró a la economía mundial, cancelando proyectos, empleos y certezas. Los titulares no daban descanso: el virus AH1N1 llegó al país en 2009 para recordarnos que también las pandemias estaban en el menú.

Los años siguientes fueron una mezcla de balaceras, fosas, secuestros, recesiones, desplomes del petróleo y la sensación permanente de que “ahora sí tocamos fondo”, hasta que el COVID-19 demostró que siempre puede haber un sótano más profundo. Dos años de pandemia dejaron más que pérdidas humanas: apagaron planes, aceleraron migraciones, y nos hicieron replantear qué significa vivir, trabajar y relacionarnos.

Por si fuera poco, al tablero global se sumó la guerra comercial entre Estados Unidos y China, que, aunque parezca lejana, golpea nuestros bolsillos cada vez que sube el precio de un teléfono, chip o de una pieza de maquinaria.

El resultado de todo esto es una generación, y la que viene detrás, sin aspiraciones a largo plazo, porque el largo plazo no existe. La casa propia es una quimera, la jubilación un chiste cruel, y los hijos una decisión que se posterga indefinidamente. Los valores han cambiado: el ahorro cede ante la idea de la inmediatez, la estabilidad ante la necesidad de adaptación constante y el patriotismo ante la globalización.

Construir un país requiere una visión colectiva que piense en proyectos para las próximas décadas, pero ¿cómo pedirla a quienes han vivido en estado de emergencia desde que tienen memoria? La consecuencia más peligrosa no es solo la falta de propiedad o estabilidad: es que hemos normalizado vivir al día, y un país que vive al día, también envejece al día.

Los millenials y la generación Z no son el futuro, son el presente. Un presente que dejó de pensar en prospectiva, en grandes proyectos, absorbido por la inmediatez, la escasez y el muy bajo sentido de pertenencia.

Quizá la verdadera tragedia no es la guerra e incertidumbre que hemos vivido de manera continua, sino que ya no sabemos imaginar un tiempo de paz y estabilidad. Quizá el verdadero reto es convencer a estas generaciones de que vale la pena imaginar, luchar y trabajar por un país de estabilidad y progreso, idea que, al día de hoy, parece una entelequia.

 

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