MUNDO
Los retos del Siglo XXI: El estado de bienestar en la era de la globalización
– A título personal, por Armando Morquecho Camacho
Imagina un mundo donde nadie tema quedarse sin un hogar, sin atención médica o sin la oportunidad de educarse. Un mundo donde el progreso económico sea un puente hacia la equidad, no un abismo que separe a unos de otros. Ese es el ideal que dio vida al estado de bienestar, un contrato social nacido en el siglo XX para sanar las heridas de guerras, crisis económicas y desigualdades profundas.
Hoy, en un contexto de globalización acelerada, hiperconexión digital y avances tecnológicos que transforman la vida a un ritmo vertiginoso, este modelo enfrenta preguntas urgentes, principalmente ¿qué significa el estado de bienestar en un mundo donde la inteligencia artificial redefine el trabajo, las plataformas digitales reconfiguran las relaciones sociales y las economías están más interconectadas que nunca?
En su esencia, el estado de bienestar es un compromiso colectivo para proteger a los más vulnerables y fomentar la cohesión social. Surgió en un momento histórico de reconstrucción, cuando países como los nórdicos, Reino Unido o México, con sus sistemas de salud y educación pública, apostaron por garantizar derechos básicos y redistribuir la riqueza.
No se trataba solo de aliviar la pobreza, sino de construir sociedades donde el progreso beneficiara a todos. Pero el mundo ha cambiado. La globalización ha tejido una red de interdependencia económica, pero también ha profundizado desigualdades dentro de los países.
Las nuevas tecnologías, como la automatización y la inteligencia artificial, están remodelando el mercado laboral, mientras que la hiperconexión digital crea nuevas formas de inclusión, pero también de exclusión. En este escenario, el estado de bienestar debe evolucionar para seguir siendo relevante, no solo como proveedor de servicios, sino como un mediador de oportunidades en un entorno donde las reglas cambian constantemente.
El impacto de la tecnología en el empleo es uno de los mayores desafíos. La automatización amenaza con reemplazar una parte significativa de los trabajos actuales en la próxima década, según estimaciones internacionales.
Esto reduce los ingresos fiscales que sostienen los sistemas de bienestar y, al mismo tiempo, aumenta la demanda de apoyo social, como subsidios por desempleo o programas de capacitación, lo que nos obliga a preguntarnos ¿cómo financiar un estado de bienestar cuando el mercado laboral se encoge?
Algunas propuestas, como la renta básica universal, sugieren garantizar un ingreso mínimo para todos, independientemente de su situación laboral. Países como Finlandia han experimentado con esta idea, pero su implementación requiere decisiones audaces, como gravar a las grandes tecnológicas, principales beneficiarias de la automatización. Este debate pone en evidencia la necesidad de un estado de bienestar que no solo redistribuya recursos, sino que también regule el impacto de las innovaciones tecnológicas para que sirvan al bien común.
La globalización, con su promesa de interconexión, también plantea retos. Las economías están más entrelazadas que nunca, pero esta interdependencia ha generado tensiones. Las cadenas de suministro globales, por ejemplo, pueden colapsar ante crisis como pandemias o conflictos geopolíticos, afectando la capacidad de los estados para proveer servicios esenciales.
Además, la competencia económica global presiona a los gobiernos a reducir impuestos corporativos, lo que limita los recursos disponibles para financiar el bienestar. La solución no está en cerrar fronteras económicas, sino en diseñar políticas que equilibren la apertura al comercio global con la protección de los derechos sociales. Esto implica fortalecer sistemas fiscales que prioricen la redistribución y la inversión en sectores clave como la salud y la educación, asegurando que los beneficios de la globalización lleguen a todos.
La digitalización, otro pilar de la modernidad, transforma la forma en que trabajamos, nos comunicamos y accedemos a servicios. Sin embargo, también ha creado nuevas brechas. En un mundo donde el acceso a internet es casi tan esencial como el acceso al agua, millones de personas, especialmente en regiones como África Subsahariana o América Latina, siguen desconectadas o sin las habilidades necesarias para navegar el entorno digital.
Esta brecha tecnológica es una nueva forma de desigualdad que el estado de bienestar debe abordar. No basta con proveer infraestructura; es crucial invertir en educación digital y regular a las grandes plataformas para evitar que concentren poder económico y social. Un estado de bienestar moderno debe garantizar que la tecnología sea un vehículo de inclusión, no un obstáculo que margine aún más a los vulnerables.
¿Por qué sigue siendo crucial el estado de bienestar en este contexto? Porque actúa como un amortiguador frente a las crisis. La pandemia de COVID-19 mostró que los países con sistemas de bienestar sólidos pudieron responder mejor, ofreciendo apoyo económico, atención médica y protección a los más afectados. También porque fomenta la cohesión social en un mundo cada vez más polarizado.
Cuando las personas sienten que el sistema las respalda, es menos probable que caigan en narrativas divisivas. Además, el estado de bienestar es clave para aprovechar las oportunidades de la globalización y la tecnología.
Países como Dinamarca han demostrado que un sistema flexible, combinado con educación continua y apoyo a la innovación, puede generar economías competitivas y sociedades equitativas. En un mundo donde el cambio es constante, el estado de bienestar debe ser un motor de adaptación, no solo un proveedor de seguridad.
Reimaginar el estado de bienestar en el siglo XXI exige audacia. Los gobiernos deben explorar nuevos modelos de financiación, como impuestos a la riqueza digital o a las emisiones de carbono, para sostener sistemas que respondan a las realidades actuales. También deben priorizar la educación y la capacitación continua, preparando a las personas para un mercado laboral en transformación. Y, sobre todo, deben fomentar un diálogo global sobre el bienestar, reconociendo que los desafíos de la globalización no respetan fronteras.
El estado de bienestar no es solo un conjunto de políticas; es un reflejo de nuestros valores colectivos. En un mundo hiperconectado, donde la tecnología y la globalización pueden tanto unir como dividir, debe ser un faro de equidad, un recordatorio de que el progreso verdadero solo es posible cuando nadie queda atrás. Reimaginarlo no es solo una necesidad práctica, sino un imperativo moral para construir un futuro más humano.
