OPINIÓN
La dictadura del “yo”: El narcisismo político en la era digital
– A título personal, por Armando Morquecho Camacho
En la historia de Roma hay un nombre que, más allá de los libros de historia, se convirtió en sinónimo de locura y exceso: Calígula. Tercer emperador del imperio, su reinado de apenas cuatro años quedó marcado por excentricidades y abusos que rozaban lo absurdo. Por ejemplo, construir un puente flotante en el mar solo para demostrar que podía cruzarlo a caballo, hacer a su caballo cónsul y exigir ser adorado como un dios viviente.
La megalomanía es seductora. Quien llega al poder, rodeado de aduladores y cámaras, puede fácilmente perder de vista los problemas reales de la ciudadanía, obsesionándose con su propia grandeza en lugar de atender las necesidades y desafíos cotidianos de la sociedad.
Es por ello que gobernar desde el ego es como levantar un edificio sobre arena. Puede parecer sólido por un tiempo, pero inevitablemente colapsa. Es seguro que alrededor de todo esto se consolide una “dictadura del yo”, en la que el gobernante convierte su identidad en la medida de todas las cosas.
Por lo tanto, el problema de la dictadura del yo no es solamente moral, sino profundamente práctico. El ego gobierna mal porque es corto de vista: busca la gratificación inmediata, el aplauso gratuito, la perpetua reafirmación de la imagen propia.
En ese afán de alimentar la vanidad, las decisiones dejan de responder a proyectos de largo plazo y se subordinan a la obsesión de brillar en el presente. Cuando eso ocurre, la política se degrada en espectáculo. La ciudadanía pasa de ser protagonista a público pasivo de una función que, con el tiempo, se vuelve tragedia.
Gobernar desde el ego significa reducir cada decisión a una sola pregunta: “¿Cómo me hará lucir esto?”. Las políticas públicas que no prometen aplausos inmediatos son descartadas sin contemplaciones.
Las medidas de largo plazo, aunque necesarias, se posponen si no ofrecen resultados instantáneos que puedan exhibirse como triunfos personales. Peor aún, cuando el reconocimiento escasea, no se duda en fabricar crisis para luego presentarse como el salvador que las resuelve.
El político megalómano quiere dejar huella, pero no en el sentido de construir instituciones sólidas o mejorar la vida colectiva, sino en el sentido de ser recordado como una figura, como nombre, como una marca. Esta es la esencia de la dictadura del yo: un gobierno que ya no gira en torno a la comunidad, sino al capricho de la personalidad que lo encabeza.
No obstante, el peligro no se limita a las extravagancias. La política del ego también se traduce en incapacidad para escuchar. El megalómano se rodea de voces que refuercen su visión, no de consejeros que la cuestionen.
Las críticas se interpretan como ataques personales, y las diferencias como traiciones. El resultado es un círculo de aduladores donde la retroalimentación desaparece y el poder se vuelve un eco interminable del propio yo. Y cuando el poder deja de dialogar con la realidad, las consecuencias suelen ser catastróficas.
Vivimos en tiempos donde el ego político se ha sofisticado. Ya no se trata solo de proclamar divinidades o de nombrar cónsules equinos. Hoy el ego se alimenta de likes, de hashtags, de titulares diseñados para engrandecer la figura del líder.
El narcisismo político se ha adaptado a la era digital, y las plataformas que podrían servir para dialogar con la ciudadanía se convierten en vitrinas para exhibir la personalidad del gobernante. Se gobierna con filtros, con frases de impacto, con fotografías cuidadosamente producidas. La política, reducida a una marca personal, corre el riesgo de perder su esencia: el arte de construir lo común.
Lo irónico es que la política egocéntrica se presenta como “liderazgo fuerte” cuando realmente es todo lo contrario: es un liderazgo débil, disfrazado de firmeza.
El ego necesita constantemente ser alimentado, y eso lo hace vulnerable a la crítica, al desgaste, al mero paso del tiempo; por lo contrario, un liderazgo auténticamente sólido no teme escuchar, no teme compartir protagonismo, no teme dejar que las instituciones brillen más que la figura individual; por eso mismo, la verdadera fortaleza política reside en trascender al yo, en apostar por lo que permanece cuando el nombre del gobernante ya no esté en los periódicos.
Aun así, seguimos fascinados con el brillo del líder ególatra. Tal vez la megalomanía ofrece una ilusión reconfortante, tal vez para muchos es más cómodo depositar esperanzas en un héroe solitario que aceptar la complejidad de la construcción colectiva. Pero esa comodidad tiene un costo alto: tarde o temprano, la realidad rompe el hechizo, y entonces descubrimos que el emperador está desnudo.
Calígula es recordado como un tirano excéntrico, pero su figura encierra una lección vigente: cuando la política se convierte en el escenario de un ego desbordado, lo que se erosiona no es solo la imagen del gobernante, sino la vida de quienes dependen de sus decisiones.
La salida no es sencilla, porque combatir la dictadura del yo requiere ciudadanía crítica, instituciones sólidas y una cultura que valore lo común por encima de los gestos individuales. Pero al menos reconocer el problema es un primer paso: entender que la política no puede reducirse a un espejo de vanidades, que el liderazgo auténtico no se mide por la cantidad de estatuas, temas del momento en redes o aplausos, sino por la capacidad de dejar a una comunidad más robusta que antes.
En tiempos donde abundan los discursos cargados de megalomanía, vale la pena recordar a Calígula no como una anécdota pintoresca, sino como advertencia. Pero si algo nos enseña la historia es que la política construida desde el ego, tarde o temprano, se desmorona sobre quienes la padecen. Y mientras tanto, la verdadera política —la que requiere humildad, escucha, trabajo paciente y visión colectiva— sigue esperando a que dejemos de mirarnos en el espejo y volvamos a mirar hacia afuera.
