NACIONALES
La vocera del bienestar
– Opinión, por Iván Arrazola
Uno de los mayores retos que enfrenta actualmente la presidenta es dar respuesta pública a los escándalos que han marcado la agenda en los últimos meses.
Desde el episodio de las llamadas “vacaciones del bienestar” (líderes del movimiento fueron captados en lujosos destinos turísticos, en abierta contradicción con el discurso oficial de austeridad), hasta los graves casos de corrupción en la Marina y los vínculos de Adán Augusto López con su exsecretario de Seguridad, hoy preso en el penal de El Altiplano, la mandataria se encuentra bajo una presión constante.
En este contexto, la presidenta se ve obligada a asumir un papel incómodo de ser la vocera del movimiento: justificar y explicar públicamente decisiones o conductas que en realidad corresponden a otros actores. Tradicionalmente, el presidente ha sido visto como árbitro supremo y símbolo de poder, no como vocero de defensa de sus subordinados.
Sin embargo, el modelo de comunicación adoptado —las conferencias matutinas diarias— la expone inevitablemente a cuestionamientos sobre temas delicados, forzándola a pronunciarse sobre casos que terminan por desgastarla políticamente.
Este estilo comunicativo, que en un principio parecía permitirle controlar la narrativa política, se ha transformado en un verdadero lastre, pues no cumple con su objetivo esencial: acallar las críticas. Aunque la presidenta mantiene altos niveles de aprobación y ha demostrado capacidad de negociación en escenarios complejos —incluso frente a líderes como Donald Trump—, se ve obligada a responder por escándalos que no le corresponden directamente.
Entre ellos destacan los excesos de figuras cercanas al movimiento, como «Andy» López Beltrán, Mario Delgado o incluso personajes cuestionados como Cuauhtémoc Blanco, señalado por acusaciones de violación.
En estas circunstancias, la mandataria se ve forzada a ofrecer todo tipo de explicaciones y, cuando no existe una defensa posible, recurre a frases retóricas como “el poder es humildad”. Sin embargo, estas expresiones contrastan con las prácticas reales, que terminan reforzando la percepción de abuso de poder.
La detención de Hernán Bermúdez Requena reveló además la vulnerabilidad de la mandataria. Al intentar deslindar a su antecesor, Andrés Manuel López Obrador, aseguró que él había ordenado la remoción de Bermúdez en 2023.
No obstante, esa declaración no solo resultó precipitada, sino que evidenció la intención de proteger la imagen del expresidente, aun cuando informes de inteligencia militar ya alertaban desde 2019 sobre los nexos del funcionario con el crimen organizado.
De esta forma, cada vez que la presidenta insiste en defender a su antecesor, se expone más ante la opinión pública. La tendencia frecuente de acusar a los medios de hacer “campañas de linchamiento” ya no es suficiente, porque el contexto político ha cambiado. A pesar de sus victorias en las elecciones, el movimiento es ahora más débil, y la presidenta no podrá manejar sola el aumento de las críticas.
Si realmente, como ella afirma, la lucha contra la impunidad es frontal, debería tomar distancia de los involucrados y permitir que las investigaciones avancen sin convertirse en escudo protector. De lo contrario, corre el riesgo de ser vista como cómplice de los mismos excesos que denuncia.
El discurso reciente del secretario de Marina, al afirmar que “el mal tuvo un fin determinante” y que se dio un “golpe de timón”, genera más dudas que certezas. Los hechos —incluidas muertes en circunstancias aún no aclaradas dentro de la institución— sugieren que la red de corrupción podría ser mucho más amplia de lo admitido oficialmente, por lo que cantar victoria de manera anticipada no parece la mejor estrategia.
A ello se suma la reacción de la presidenta, quien al mostrarse visiblemente molesta ante los cuestionamientos de la prensa y responder a un reportero con un tajante “ya no te voy a contestar”, dejó entrever la desesperación de no poder contener la creciente ola de especulaciones en torno al caso.
La realidad, aunque no lo admita, es que la corrupción durante el sexenio de López Obrador dejó heridas profundas y aún se desconoce hasta dónde llegaron. En ese escenario, la presidenta enfrenta un dilema: si continúa protegiendo a su antecesor y a su círculo cercano, terminará cargando con un costo político que podría marcar su propio sexenio.
Tarde o temprano, la línea entre lo heredado y lo actual se desdibujará, y ella misma podría convertirse en el blanco principal de la indignación ciudadana.
Si Sheinbaum se presenta como una científica, una mujer de cabeza fría y defensora de que las investigaciones deben seguir su curso para combatir la impunidad, resulta indispensable que sea coherente con ese discurso. Ello implica permitir que las instituciones realicen su labor sin interferencias y evitar asumir el papel de vocera del bienestar de personajes ampliamente cuestionados.
Más que convertirse en el escudo de lo indefendible, su verdadera legitimidad radica en consolidarse como jefa de Estado, orientando su liderazgo hacia la justicia y la confianza ciudadana.
