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El PRI que fuimos

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– Opinión, por Miguel Anaya

Después de sufrir de una alta dosis de publicidad en redes sociales, me decidí a ver el documental “PRI: Crónica del fin.” Debo confesar que, si bien tiene pasajes interesantes, considero que quedó a deber, pues suma poco a las opiniones o anécdotas expresadas anteriormente por decenas de personajes.

Durante años, el PRI no fue un partido, fue una atmósfera, un clima político que lo impregnaba todo. No se trataba de votar por él; se trataba de respirar en él. En todo México, el priismo era telón de fondo y decorado principal: el tono monocorde de los informes de gobierno, la música de fondo en las inauguraciones con listón rojo y tijeras doradas. Vivir en México era vivir en el PRI, así de simple, así de inevitable.

Quienes crecieron en los sesenta, setenta, ochenta y aún en parte de los noventa, recuerdan ese paisaje: el presidente era priista, el gobernador también, lo mismo el alcalde, el líder sindical, el director de la escuela y hasta el organizador de la verbena vecinal. No era una casualidad, era la definición misma de la normalidad. El PRI funcionaba como el clima: podía ser soleado o lluvioso, sofocante o templado, pero jamás dejaba de estar presente.

Los desfiles del 20 de noviembre, con niños disfrazados de Pancho Villa y Adelitas, parecían homenajes más al partido, que a la Revolución misma. Las campañas eran fiestas de banderines rojos y blancos, comilonas de presentación con altavoces que repetían consignas hasta el hartazgo. Los mítines eran ejercicios de coreografía: se aplaudía no solo porque se quisiera, sino porque el reflejo social lo dictaba. El priismo tenía una estética y una liturgia.

Era, sin embargo, un partido de contradicciones. El que fundaba instituciones al tiempo de que algunos de sus miembros las deformaban. El que prometía justicia social mientras repartía despensas con logotipo. El que llenaba plazas de esperanza y luego las vaciaba con desconfianza. El PRI fue paternalista, solemne, clientelar, vestido de modernidad, pero con el alma atada a los viejos caudillos. Era realidad, era memoria y utopía a la vez.

Como el documental lo señala, no todo era abuso, no todo era corrupción. Había un extraño orden. Los discursos podían ser largos y, a veces, soporíferos, pero en ellos se aprendía a leer entre líneas. El PRI enseñó que el poder se ejercía entre la imposición y el equilibrio. A tejer fino y a no poner a cualquiera a presidir el Senado o las Secretarías de Estado.

Hoy, ese PRI ya no existe como antes. Lo que queda es un recuerdo nebuloso del tiempo en que la política era misa solemne y la ciudadanía, feligrés obediente. El PRI que fuimos no era necesariamente mejor, pero era hegemónico, y en su hegemonía logró el paso de la revolución a la estabilidad y de la estabilidad al desarrollo, que para gusto de unos y olvido de otros, allí está.

La ironía es que, aun en su decadencia, el PRI no se ha ido. Las siglas ya no pesan como antes, pero su sello sigue en las prácticas que otros partidos heredaron con disciplina ejemplar. Gobiernos que repiten los viejos vicios con la frescura de quien cree haberlos inventado. Los pactos en lo oscurito, los aplausos ensayados, el reparto de favores: todo sigue ahí, solo con diferente logotipo, con más cinismo y con discursos adaptados a la modernidad líquida.

De ahí la incómoda verdad: hay mucho del PRI en la política actual, porque hay vestigios del sistema antiguo en la sociedad moderna. En la nostalgia por el orden, en el respeto automático a la jerarquía, en el instinto de sobrevivir entre líneas. El PRI que fuimos se convirtió en el ADN político del país que somos.

Porque al final, el PRI no murió: se recicló, aunque no se sabe si de la mejor manera. Y mientras no aprendamos a distinguir entre memoria y repetición, estaremos condenados a vivir en ese eterno déjà vu donde las prácticas políticas parecen nuevas, pero huelen más rancias que antes.

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