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OPINIÓN

Lecciones del Ragnarok: La urgencia del consenso

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– A título personal, por Armando Morquecho Camacho

Hace un tiempo, después de engancharme con la serie Vikings, me entró una gran curiosidad por la mitología nórdica, y esto me llevó a sumergirme en la fascinante historia del Ragnarok, ese episodio final de la mitología nórdica en el que los dioses y las fuerzas del caos se enfrentan en una batalla que destruye el mundo tal como lo conocemos.

Lo que más me llamó la atención no fue la violencia del relato, ni siquiera el dramatismo de imaginar a Odín devorado por el lobo Fenrir o a Thor cayendo tras derrotar a la serpiente Jörmungandr, sino el hecho de que en ese mito no hay espacio para los matices. Todo es blanco o negro, vida o destrucción, orden o caos. En el Ragnarok no hay puntos intermedios ni pactos posibles: la única forma de resolver el conflicto es con la aniquilación del contrario.

Pero mientras avanzaba en la lectura no podía dejar de pensar en cómo, de alguna manera, nuestra sociedad ha ido adoptando la misma lógica: vivimos instalados en una dinámica de extremos, donde parece que lo único que importa es destruir al otro, y donde los consensos se vuelven cada vez más lejanos, casi inalcanzables.

La paradoja es que el mundo moderno se ha construido, en gran medida, a partir de acuerdos, compromisos y equilibrios. La democracia misma descansa sobre la capacidad de aceptar que nunca habrá unanimidad, pero que en la negociación y en la búsqueda del centro radica la fuerza de lo colectivo.

Sin embargo, en los últimos años hemos visto cómo esos espacios de mediación se reducen. Los extremos, que antes eran marginales, se han convertido en la regla; el disenso ya no se debate, se combate, y quien piensa diferente ya no es un interlocutor con quien dialogar, sino un enemigo que hay que derrotar.

El ejemplo más visible lo encontramos en la política, y Estados Unidos ofrece una muestra elocuente. En lugar de poner en el centro la pluralidad de su sociedad y la diversidad de visiones que la componen, el discurso dominante ha ido girando hacia posiciones cada vez más radicales, particularmente desde ciertos sectores de la derecha.

Incluso en momentos que podrían ser solemnes, como el funeral de Charlie Kirk, la ocasión no se utilizó para rendir homenaje a una persona o reflexionar sobre su legado humano, sino como plataforma para reforzar una agenda ideológica.

La ceremonia se convirtió en un escenario más de confrontación, un recordatorio de que los símbolos ya no son neutrales, sino trincheras desde las cuales se libra la batalla cultural y política. Es interesante observarlo porque muestra cómo los ritos colectivos, que deberían unirnos, se transforman en escenarios para profundizar la división.

Pero no todo es política. Los extremos se filtran en múltiples capas de nuestra vida cotidiana. Las redes sociales, por ejemplo, han amplificado la dinámica del “todo o nada”. Un comentario, un error, una opinión fuera de lugar ya no se discute, se cancela.

La llamada cultura de la cancelación es la muestra más clara de que hemos perdido la paciencia con la ambigüedad y con la posibilidad de redimirnos. Ya no se permite el gris: o estás completamente alineado a una causa, o estás contra ella. En esa lógica, incluso la duda es sospechosa y la matización se interpreta como complicidad con lo inaceptable.

Algo similar ocurre en el terreno del consumo cultural. Antes existía un espectro amplio de gustos y de valoraciones: a alguien le podía gustar una película “a medias”, o podía recomendar un libro “con reservas”. Hoy, en cambio, los juicios suelen ser absolutos: una serie es la mejor de la historia o es un desastre sin redención, un artista es un genio o es basura.

Los algoritmos de las plataformas refuerzan esta lógica binaria, mostrándonos solo aquello que confirma nuestras preferencias y radicalizando poco a poco nuestras posiciones. La consecuencia es que la conversación se empobrece y se vuelve menos tolerante con la diversidad de criterios.

Si lo pensamos bien, incluso el terreno de la vida personal está impregnado por esta tendencia. Las relaciones humanas, que siempre han sido un campo complejo de matices, ahora también parecen estar regidas por extremos. Se exige fidelidad absoluta o se promueve el desapego total, se idealiza el amor romántico como totalidad o se demoniza cualquier vínculo que no garantice independencia plena. En medio, hay muy poco espacio para aceptar las contradicciones que, al final, son parte natural de lo humano.

Lo más preocupante de esta deriva hacia los extremos es que erosiona los cimientos de la convivencia democrática. Una sociedad que no sabe construir consensos es una sociedad que pierde su capacidad de resolver conflictos de manera pacífica. Si la única manera de tener razón es que el otro no exista, tarde o temprano el espacio compartido se rompe.

Volviendo al mito nórdico, podemos recordar que después del Ragnarok el mundo renace, pero a un costo devastador: la destrucción previa lo arrasa todo. ¿Queremos realmente apostar por un modelo en el que lo único que queda después de la confrontación es reconstruir desde las ruinas?

Quizá no todo está perdido. En el fondo, los consensos siguen siendo posibles, aunque hoy se presentan como un lujo. Exigen algo que parece escaso en estos tiempos: paciencia, empatía y disposición a escuchar. Pero sobre todo requieren valentía, porque en una época en la que los extremos dominan, buscar el punto medio se interpreta como debilidad o como traición. Sin embargo, la verdadera fortaleza radica en sostener el espacio de la conversación, en resistir la tentación de ceder a la polarización y en recordar que la democracia no se alimenta de unanimidades, sino de equilibrios.

Lo que necesitamos es recuperar la legitimidad del matiz. Volver a reconocer que se puede disentir sin destruir, que se puede coincidir sin perder la identidad propia, que se puede dialogar sin renunciar a las convicciones. Quizá ahí radica la verdadera lección del Ragnarok: no en la batalla final, sino en la advertencia que encierra.

Si lo llevamos a nuestra época, el mito nos recuerda que cuando todo se empuja hacia los extremos, la consecuencia inevitable es la ruptura. Y aunque los dioses nórdicos aceptaron su destino, nosotros todavía tenemos la posibilidad de elegir otro camino.

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