JALISCO
Teuchitlán, un año después
– Opinión, por Iván Arrazola
El hallazgo de un campo clandestino en el rancho de Teuchitlán, en el estado de Jalisco, representa uno de los episodios más oscuros de la violencia reciente en México. A pesar de la gravedad de los hechos y de la indignación inicial, todo lo que se ha dicho y discutido en torno a este caso parece desvanecerse poco a poco en la memoria colectiva.
Hoy, después de un año, lo que queda es apenas un saldo judicial limitado: diez personas detenidas, sentenciadas a 114 años de prisión y obligadas a pagar 1.3 millones de pesos como reparación de daños. Frente a la magnitud de lo ocurrido, estas cifras parecen mínimas, casi simbólicas.
Desde el principio, la estrategia gubernamental pareció clara: minimizar la tragedia. Las autoridades, lejos de reconocer que se trataba de un campo de exterminio, prefirieron presentar la versión de que era simplemente un campo de entrenamiento vinculado a grupos criminales. Esa narrativa, aunque menos grave, resultaba más cómoda políticamente. Reconocer la existencia de un espacio diseñado para eliminar personas habría significado aceptar el fracaso del Estado en la protección más básica: la vida de sus ciudadanos.
Aún más inquietante es la persistencia de dudas sobre los hallazgos en el rancho. Se contabilizaron alrededor de 1,800 indicios, en su mayoría piezas de calzado, lo cual sugiere la presencia de decenas o incluso cientos de víctimas. Para algunos actores políticos, como el senador Gerardo Fernández Noroña, todo fue parte de una campaña de desprestigio contra el gobierno.
No obstante, el problema no se limita al accionar del crimen organizado. También se han documentado abusos por parte de las propias fuerzas de seguridad. En el Rancho De la Vega, cercano a Teuchitlán, un grupo de 38 personas liberadas denunció haber sufrido maltratos y violaciones a sus derechos humanos por parte de elementos de seguridad. Ante tales señalamientos, las autoridades han guardado silencio, dejando un vacío que solo aumenta la desconfianza ciudadana hacia las instituciones encargadas de brindar seguridad.
Este escenario revela que lo ocurrido en Teuchitlán no es un hecho aislado, sino parte de un fenómeno más amplio. La violencia en el municipio se incrementó en los meses posteriores, pese a la promesa de pacificar el municipio en 45 días. Lejos de cumplirla, esa promesa se convirtió en un síntoma de una realidad evidente: las autoridades estatales están rebasadas y no cuentan con las herramientas suficientes.
Por su parte, el gobierno federal ha intentado responder con una serie de reformas orientadas a fortalecer las capacidades de investigación y control de las fuerzas federales. Entre estas medidas se ha planteado, por ejemplo, la implementación de la CURP biométrica como mecanismo para identificar de manera más precisa a los ciudadanos.
También se ha hablado de robustecer las capacidades de las policías locales. Sin embargo, tales propuestas tropiezan con dos obstáculos fundamentales: por un lado, no se garantiza que existan los recursos necesarios para su implementación, y por otro, persiste una visión centralista que deja en segundo plano la situación concreta de los estados, especialmente de aquellos gobernados por la oposición.
A un año de lo ocurrido, el panorama resulta desolador. La apuesta de las autoridades parece ser clara: dejar que el tiempo diluya la memoria del caso, normalizar la tragedia y reducirla a un incidente más dentro de la crisis nacional de desapariciones. La narrativa oficial busca minimizar la relevancia del tema, como si se tratara de un problema aislado que solo afecta a unas cuantas familias.
Sin embargo, el trasfondo revela algo mucho más grave: la existencia de un patrón de violencia sistemática que involucra tanto a grupos delictivos como, en ocasiones, a las propias fuerzas del Estado.
En este contexto, la labor de los colectivos de personas buscadoras cobra una importancia fundamental. Son ellas quienes mantienen viva la exigencia de justicia, quienes insisten en que cada zapato encontrado en Teuchitlán representa una vida ausente, una historia interrumpida, una familia en duelo. Sin su trabajo constante, la estrategia del olvido ya habría triunfado por completo.
El caso Teuchitlán no solo exhibe la brutalidad de la violencia criminal en México, sino también la incapacidad y, en muchos sentidos, la indiferencia de las autoridades para enfrentarla. Las versiones oficiales que minimizan los hechos, las promesas incumplidas de pacificación y las reformas incompletas revelan un Estado que parece más interesado en administrar la crisis que en resolverla.
La idea central que emerge es clara: la apuesta gubernamental ha sido trasladar el peso de la memoria y de la búsqueda de justicia a la sociedad civil, confiando en que con el tiempo la indignación se diluya. Sin embargo, mientras existan colectivos y familias que se niegan a olvidar, el eco de Teuchitlán seguirá recordando que detrás de cada indicio hallado hay una deuda pendiente con la verdad y la justicia.
