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JALISCO

Crisis política en Jalisco

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– Opinión, por Iván Arrazola

Una crisis política se presenta cuando las instituciones de gobierno enfrentan un deterioro de su capacidad para tomar decisiones, coordinarse internamente y mantener estabilidad en su conducción. No siempre implica una pérdida de legitimidad ante la sociedad; con frecuencia, se trata más bien de un proceso de desgaste político: un agotamiento del liderazgo, de los mecanismos de negociación y del control sobre la agenda pública.

Los gobiernos pueden desgastarse no por la pérdida inmediata de legitimidad, sino por el acumulado de tensiones, errores y conflictos no resueltos que reducen su margen de maniobra. En el caso de Jalisco, este desgaste se ha manifestado desde el inicio de la administración estatal en 2024, evidenciando fisuras en la conducción política y en la coordinación entre poderes.

El episodio más revelador de esta crisis emergente se produjo con la discusión de la reforma judicial pendiente en el Congreso del Estado, donde las fracturas entre partidos alcanzaron su punto más alto. Por un lado, la bancada de Morena en los primeros meses propuso seleccionar magistrados mediante sorteo o “tómbola”, con la intención de evitar pactos políticos; por otro, Movimiento Ciudadano (MC) —partido en el gobierno— se opuso, planteando un examen de conocimientos como método alternativo.

Aunque las bancadas de oposición llegaron a un acuerdo parcial para usar la tómbola solo en caso de empate, la propuesta no fue consensuada con el Ejecutivo ni con la fracción oficialista, por lo que no tuvo los votos necesarios (26) para ser aprobada. El Partido Verde Ecologista se abstuvo de sumarse al bloque opositor, y poco después una diputada de Morena anunció su cambio de bancada, debilitando aún más la correlación de fuerzas.

Ante el impasse, el gobernador Pablo Lemus convocó a una mesa de diálogo y propuso un “parlamento abierto” para discutir la reforma judicial. No obstante, la oposición rechazó la invitación, argumentando que cualquier negociación debía basarse en su propio dictamen. El mandatario reconoció “un descuido” en la comunicación con las bancadas opositoras, pero la situación ya había escalado a una crisis de conducción política: el Ejecutivo perdió la iniciativa y se vio obligado a reaccionar ante la agenda impuesta por sus adversarios.

La erosión del gobierno naranja se manifiesta en tres dimensiones principales: primero, en la debilidad del Ejecutivo frente a un Congreso fragmentado, donde las alianzas resultan inestables y las negociaciones carecen de rumbo estratégico; segundo, en la incapacidad del gobierno para sostener un discurso político coherente, pues la narrativa que en su momento apeló al cambio y a la “refundación” del estado se ha desgastado y ya no genera credibilidad; y tercero, en la contradicción del nuevo lema gubernamental “al estilo Jalisco”, que intenta proyectar una imagen de autonomía y eficacia, pero que en la práctica evidencia una administración paralizada e incapaz de tomar decisiones firmes frente a los conflictos políticos y administrativos más relevantes.

A diferencia de una crisis de legitimidad social, en la que la ciudadanía rechaza abiertamente a sus gobernantes, el actual escenario de Jalisco refleja una fatiga del poder. El gobierno no enfrenta una rebelión ciudadana, pero sí un creciente escepticismo sobre su eficacia. El desgaste político, en este sentido, no se mide en protestas masivas, sino en la pérdida de control sobre la agenda, en la incapacidad para anticipar conflictos y en la ausencia de liderazgo articulador.

En este contexto, la falta de acuerdos en torno a la reforma judicial simboliza más que un desacuerdo legislativo: representa el agotamiento de un estilo de gobierno basado en la confianza excesiva en la imagen pública del liderazgo. Hoy, el “gobierno naranja” enfrenta un escenario adverso: sin mayoría legislativa, con una relación tensa con el gobierno federal y con una oposición que ha aprendido a coordinarse estratégicamente.

En Jalisco, el desgaste político no se limita a conflictos coyunturales, sino que se ha transformado en una pérdida sostenida de credibilidad institucional, cuyos efectos podrían hacerse evidentes en los próximos procesos electorales. La falta de resultados y transparencia en la administración del SIAPA, la ausencia de explicaciones y sanciones tras el escándalo del rancho Izaguirre, así como la incapacidad de alcanzar acuerdos en torno a la reforma judicial, son ejemplos claros de una gestión que se percibe ineficaz, reactiva y desarticulada y que apenas está por cumplir un año en funciones.

La crisis política que atraviesa Jalisco no es tanto una cuestión de legitimidad social como de erosión del poder político. La suma de errores administrativos, falta de diálogo y ausencia de estrategia ha derivado en un escenario de parálisis institucional. Si el gobierno estatal no logra recomponer su capacidad de negociación y reconstruir la confianza entre los distintos actores políticos, el desgaste actual podría transformarse en una crisis de gobernabilidad más profunda, con implicaciones directas en la estabilidad del sistema político local.

 

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