OPINIÓN
Las raíces que nos sostienen: Identidad, territorio y memoria colectiva
– Opinión, por Gabriela Arce Siqueiros
En un mundo que parece correr sin mirar atrás, detenerse a hablar de raíces puede parecer un gesto nostálgico. Pero las raíces no son pasado: son estructura viva, el mapa invisible que nos sostiene. Sin ellas, no hay identidad posible. Sin memoria, no hay conciencia.
“Raíz Consciente” nace de esa necesidad de volver al origen, no para quedarnos allí, sino para entender de dónde venimos y hacia dónde podemos crecer como sociedad.
En Chihuahua, donde el desierto se expande como una respiración infinita y la Sierra Tarahumara guarda el eco de los antiguos cantos, las raíces laten bajo la tierra. Allí habitan los pueblos originarios, la memoria de nuestras abuelas, la historia que no se escribió en los libros. Pero también allí germinan las nuevas generaciones, los jóvenes que buscan sentido, los niños que miran el mundo con ojos limpios.
Las raíces no son solo biológicas ni geográficas; son también espirituales y culturales. Representan nuestra conexión con la tierra, con la comunidad y con nosotros mismos. En tiempos donde la globalización nos invita a desarraigarnos, ser consciente de las propias raíces se vuelve un acto de resistencia.
Cada ser humano necesita pertenecer. No como posesión, sino como reconocimiento. Saber de dónde vienes te da fuerza, pero también humildad. Te recuerda que no caminas solo, que eres parte de un tejido más grande.
La identidad, cuando se cultiva desde la conciencia, se convierte en un punto de encuentro, no de separación. Nos permite mirar otras culturas con respeto, entender que cada raíz aporta algo distinto al suelo común.
En Chihuahua, la tierra no solo sostiene cuerpos, sostiene historias. El polvo del norte tiene la voz del viento y la dignidad del silencio. En la Sierra Tarahumara, los rarámuri “los de los pies ligeros” conservan una relación con el entorno que es, en sí misma, una lección de conciencia ecológica.
Ellos no hablan de medioambiente, porque no se sienten separados de él. La montaña, el agua y el fuego son extensión del cuerpo. Correr no es deporte, es oración. Sembrar no es trabajo, es pacto. Cada gesto cotidiano contiene una enseñanza ancestral: vivir con lo necesario, cuidar lo compartido, agradecer lo recibido.
Mientras tanto, en las ciudades, muchas veces olvidamos esa sabiduría. Nos movemos entre asfalto y pantallas, corriendo detrás de la inmediatez. Pero cuando regresamos al origen, a un pueblo, una historia familiar, una palabra en lengua nativa, algo en nosotros vuelve a su centro.
La memoria colectiva no es solo recordar; es mantener vivo lo que nos da sentido. Un pueblo sin memoria se marchita, porque olvida su propósito. Hoy, más que nunca, necesitamos rescatar relatos, costumbres, canciones, palabras, gestos, no como piezas de museo, sino como energía viva.
Cuando una comunidad pierde su lengua, pierde también su forma única de ver el mundo. Cuando un niño crece sin conocer la historia de su región, se queda sin brújula. Cuando olvidamos los nombres de los que resistieron, debilitamos el futuro.
Por eso, la memoria no se hereda: se cultiva. Se siembra en el lenguaje, en la educación, en la forma en que narramos quiénes somos. Aunque cada raíz es local, todas comparten una verdad universal: la conexión.
El campesino mexicano, el monje tibetano, el anciano africano, el artista europeo, todos, de alguna manera, buscan volver a la fuente. Las raíces son el puente entre lo humano y lo sagrado. En todas las culturas, la tierra es símbolo de vida.
La semilla representa el inicio. El árbol, la expansión. Y el bosque, la comunidad.
Volver a las raíces no significa aislarse del mundo moderno, sino recordar lo esencial: que el progreso sin conciencia es vacío, y que el verdadero desarrollo no es material, sino humano.
¿Qué raíces heredarán los niños de hoy? ¿Serán raíces profundas, capaces de sostenerlos en tiempos de incertidumbre? ¿O serán frágiles, confundidas entre pantallas y desarraigo?
Educar con conciencia es enseñar a pertenecer sin poseer. Es transmitir el amor por la tierra, por la palabra, por la verdad. No basta con preparar a las nuevas generaciones para “competir en el mundo”: hay que prepararlas para cuidarlo.
Las raíces conscientes no solo alimentan individuos, sino comunidades enteras. Un niño que siembra un árbol, una madre que conserva una receta ancestral, un maestro que enseña historia con respeto… todos están sembrando futuro.
En el norte, la rudeza del paisaje enseña una lección de resiliencia. El desierto, aparentemente árido, guarda vida bajo la arena. Así también nuestra sociedad: a veces parece cansada, rota, desunida… pero debajo hay una raíz viva, esperando el agua del reencuentro.
Las iniciativas culturales, los colectivos artísticos, los talleres con comunidades rarámuris, los proyectos de educación emocional, son brotes de una nueva conciencia social. Allí, donde el arte se encuentra con la empatía, florece el cambio.
Chihuahua tiene la oportunidad de ser un ejemplo nacional: un lugar donde modernidad y tradición no se enfrenten, sino que dialoguen. Donde la raíz y la tecnología puedan convivir en armonía. Las raíces no están atrás, están debajo. Son el cimiento del presente y la promesa del futuro.
Ser consciente de ellas no es un acto romántico, sino una necesidad evolutiva. El ser humano que recuerda su origen puede caminar hacia adelante sin perderse. El pueblo que honra su memoria puede construir progreso sin olvidar su alma.
La sociedad que enseña a sus niños a mirar la tierra con respeto puede sanar su destino. “Raíz Consciente” será ese espacio de encuentro: donde la palabra y la reflexión sean tierra fértil para nuevas formas de pensar, sentir y actuar.
Porque solo quien conoce sus raíces puede crecer hacia la luz.
