NACIONALES
Manzo: El punto de quiebre
– Opinión, por Iván Arrazola
El homicidio de Carlos Manzo marca un punto de quiebre en la historia reciente de México. No se trata solo de una tragedia por la manera en que Manzo alzó la voz frente a la inseguridad en su municipio, sino porque evidencia la ceguera de una clase gobernante incapaz de admitir que su estrategia de seguridad no está funcionando y necesita una revisión profunda.
Este hecho, además, expone a una clase política más preocupada por preservar su imagen en las redes sociales que por asumir con responsabilidad las obligaciones que conlleva el ejercicio del poder.
Manzo representaba una figura atípica en la política mexicana contemporánea: provenía de las casi olvidadas candidaturas independientes y logró ganar la presidencia municipal de Uruapan, una de las ciudades más importantes de Michoacán, asediada por la extorsión y la fuerte presencia del crimen organizado. Era, además, un padre de familia que, momentos antes de su asesinato, compartía con su hijo pequeño las festividades del 2 de noviembre en la plaza central.
En los meses previos a su asesinato, Manzo había protagonizado un fuerte intercambio con la presidenta Claudia Sheinbaum. Mientras él exigía a las fuerzas de seguridad actuar con firmeza —incluso “abatir” a los criminales si fuera necesario—, la mandataria le recordaba que en México existe un Estado de derecho. Manzo respondió entonces que, si la estrategia presidencial realmente funcionaba, renunciaría a su cargo, pero pidió que voltearan a ver la realidad de Uruapan.
Poco después, la federación envió a 200 elementos de la Guardia Nacional al municipio; sin embargo, estos se retiraron sin explicación alguna. Manzo había denunciado reiteradamente amenazas del crimen organizado, pero, a diferencia de otros alcaldes, afirmó que no renunciaría ni pactaría con los grupos delictivos.
En la memoria pública quedarán los mensajes, videos y tuits de auxilio de Manzo, así como sus denuncias directas contra las autoridades estatales, a las que acusó de colusión con grupos criminales, sin que ello generara investigación alguna.
Tras el crimen, la presidenta convocó al gabinete de seguridad y ofreció una conferencia el lunes 3 de noviembre. Aquella comparecencia resultó lamentable: primero se informó que Manzo contaba con seguridad federal —catorce elementos encargados de su resguardo perimetral—, mientras que su escolta cercana estaba integrada por policías municipales. Luego, el discurso se desvió hacia la confrontación política.
La jefa de Estado lamentó la muerte del alcalde, pero aprovechó para acusar a sus adversarios de montar una campaña en redes sociales, atribuir la violencia a la “guerra contra el narco” de Felipe Calderón y señalar a Peña Nieto, omitiendo toda referencia al gobierno de López Obrador.
De nuevo insistió en que su estrategia “está funcionando”, que la clave es atender las causas de la violencia y no repetir la lógica bélica. Sin embargo, el país —harto de pretextos— percibe una desconexión entre el discurso oficial y la realidad.
Días después del asesinato, la presidenta se reunió con Grecia Quiroz, viuda de Manzo, quien posteriormente fue designada presidenta municipal de Uruapan. Aunque poco se informó sobre el encuentro, el nombramiento fue interpretado como un gesto político.
No obstante, la muerte de Carlos Manzo encendió una llama difícil de apagar. Su caso ha exhibido las grietas de la política de seguridad del régimen: un modelo centralista que concentra los recursos en la federación y deja a los municipios —responsables directos de la seguridad pública— a merced del crimen organizado, con medios insuficientes para enfrentarlo.
La respuesta apresurada del gobierno federal con el llamado “Plan Michoacán”, anunciado de un día para otro, parece más un acto reactivo que una estrategia sólida orientada a fortalecer las capacidades estatales. Además, la supuesta coordinación entre niveles de gobierno mostró su fragilidad.
A pesar de que Michoacán es gobernado por Morena, la presidenta no se reunió con el gobernador durante la crisis. Paradójicamente, fueron los gobernadores de la CONAGO quienes cerraron filas en defensa de Ramírez Bedolla ante una supuesta campaña mediática.
Más allá de la tragedia, este episodio ha despertado un movimiento ciudadano orgánico. Las manifestaciones del 7 de noviembre en Uruapan son muestra de ello. La viuda de Manzo expresó con firmeza: “Se las vamos a cobrar en el 27”, anticipando que la indignación podría traducirse en un voto de castigo en las próximas elecciones.
El oficialismo, mientras tanto, se prepara para los comicios intermedios de 2027, repitiendo los mismos argumentos. Sin embargo, algo ha cambiado: el gobierno ha perdido el monopolio de la narrativa moral. Cuanto más se resista la presidenta a reconocer que la política de seguridad no ha funcionado y que el Estado falló en proteger a Manzo, más crecerá la indignación ciudadana.
Solo un reconocimiento honesto de las responsabilidades podría empezar a reconstruir la confianza y la credibilidad que el gobierno ha perdido en los últimos días.
