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NACIONALES

Michoacán, grito de olvido

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– Luchas Sociales, por Mónica Ortiz

El país entero se sacudió con el asesinato del munícipe Carlos Manzo en el estado de Michoacán. Se nos recordó, de una forma terrible, que Michoacán sigue siendo un territorio profundamente afectado por el crimen organizado, una herida que se ha arraigado desde hace mucho tiempo en esas hermosas tierras.

Michoacán lleva más de cuarenta años enfrentando la presencia de grupos delictivos, pero su peor etapa se recrudeció a mediados de los años 2000 y continúa hasta hoy debido a la conflictividad entre las organizaciones criminales. Por ello, buscar culpables entre partidos, colores o personajes políticos resulta ya insostenible; es un desvío de atención frente a la cruda e inhumana realidad que viven los michoacanos.

Para hablar del conflicto que azota a Michoacán, debemos tener memoria y ser brutalmente honestos. La realidad es que, a lo largo de la historia, ningún gobierno ha logrado liberar a esta entidad del yugo de los grupos delictivos.

Michoacán, más que un espacio de cultura y tradición mexicana, es hoy, sin duda, uno de los lugares más intransitables del país, un destino no recomendado para viajar. Lleva más de cuatro décadas dominado por la delincuencia organizada. ¡Es absurdo el olvido y la negligencia con que se ha tratado durante años el rescate de una entidad prácticamente perdida, tomada por el crimen!

El cobarde asesinato de Carlos Manzo pone a la región en la mira nacional y nos obliga a una reflexión inmediata: es evidente que tanto los gobiernos como nosotros, los ciudadanos, en un acto de corresponsabilidad colectiva, hemos ignorado por completo la monstruosidad en que se ha convertido Michoacán durante estos últimos cuarenta años.

El conflicto del crimen organizado en Michoacán comenzó a gestarse desde las décadas de 1970 y 1980, durante los gobiernos de José López Portillo y Miguel de la Madrid, cuando surgieron los primeros grupos dedicados a cultivos ilícitos. En los noventa, bajo los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, aparecieron estructuras criminales más definidas. El problema se volvió realmente visible en el sexenio de Vicente Fox, pero fue durante el gobierno de Felipe Calderón cuando el conflicto explotó con el operativo federal de 2006 y el auge de La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios.

En los sexenios de Enrique Peña Nieto, Andrés Manuel López Obrador y ahora con Claudia Sheinbaum, la violencia ha persistido debido a la fragmentación de grupos y la disputa territorial, especialmente por la presencia del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).

En estos momentos de cruda realidad, cuando la Presidencia de la República anuncia un nuevo plan de rescate para Michoacán, es inevitable preguntarse: ¿cuántos van ya?, ¿cuántos han fracasado y cuántos más harán falta para liberar a la entidad del horror de vivir bajo la delincuencia organizada? Basta recordar que hace apenas un año, el 15 de octubre de 2024, se presentó el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia.

Ese plan prometía enfrentar la violencia mediante inteligencia, coordinación en seguridad, inversión económica y programas educativos y culturales para jóvenes. El objetivo era reducir la presencia criminal y fortalecer las oportunidades en las comunidades. Hoy, ese propósito está lejos de cumplirse. El país arde tras el terrible asesinato del alcalde Carlos Manzo, un defensor de la dignidad michoacana, algo que los gobiernos no han sabido comprender.

Tres planes para pacificar Michoacán desde 2006, especialmente en las zonas más golpeadas de Tierra Caliente, han compartido al menos dos fallas: ignorar a la sociedad organizada local y pasar por alto las particularidades de cada región en conflicto. ¿Qué sucederá con este nuevo plan de pacificación? Probablemente lo mismo que con los anteriores: pasará sin liberar a la entidad de las manos del crimen organizado.

La muerte de Carlos Alberto Manzo Rodríguez, presidente municipal de Uruapan, debe encender, de una vez por todas, la lucha de la sociedad contra el crimen organizado y contra el horror que ya se ha vuelto cotidiano: la violencia, los secuestros, las desapariciones y los asesinatos. La realidad es innegable: los cárteles en México sí controlan territorios y sí están infiltrados en las instituciones. Aceptar eso como una especie de equilibrio es una distorsión que ofende la dignidad humana.

Quienes asesinan, extorsionan y dominan para vender drogas no representan lo que México merece. Tenemos que reconocer que no está bien vivir sometidos al yugo criminal mientras algunas autoridades voltean hacia otro lado, permitiendo que la corrupción, la impunidad y el terror sigan creciendo en nuestras entidades.

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