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MUNDO

Revolución silenciosa en Nueva York: Zohran Mamdani, el Bronx desafía a Wall Street

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– A título personal, por Armando Morquecho Camacho

Decía el filósofo Mark Fisher que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. La frase, que resume la fatiga política del siglo XXI, cobra una ironía monumental cuando observamos lo ocurrido en la cuna misma del capital: Nueva York, donde Zohran Mamdani logró un triunfo que, más que local, es un acontecimiento simbólico.

No solo por su origen, su juventud o su discurso, sino porque su victoria irrumpe en un momento histórico en el que Estados Unidos atraviesa un viraje ideológico hacia la extrema derecha. El hecho de que un político abiertamente progresista logre ganar ahí, frente a las estructuras del dinero y del poder corporativo, es una paradoja que merece ser entendida.

En una ciudad que representa la cúspide del mercado —con su skyline de acero y finanzas, donde los grandes bancos deciden destinos y los algoritmos del capital global dictan ritmos de vida— Mamdani propuso algo radicalmente distinto: recuperar el sentido humano de lo público.

Su campaña hablaba de vivienda asequible, transporte gratuito, rentas congeladas, servicios públicos robustos y participación comunitaria. Ideas que, en cualquier otro lugar, sonarían a simple gestión urbana, pero que, en el epicentro del capitalismo contemporáneo, equivalen a un manifiesto político.

La importancia de su victoria radica en que expresa algo más profundo que una contienda electoral: la constatación de que el progresismo social no está agotado y de que las sociedades, incluso las más habituadas a la lógica del consumo y la competencia, comienzan a cansarse de vivir bajo ciertas problemáticas.

En tiempos donde las desigualdades crecen y los gobiernos federales se endurecen hacia posturas conservadoras y excluyentes, la aparición de liderazgos como el de Mamdani demuestra que la agenda progresista —esa que busca poner la dignidad y el bienestar colectivo por encima de la rentabilidad— sigue encontrando eco.

No se trata de un retorno a las izquierdas clásicas ni de un revival del socialismo doctrinario. Lo que emerge aquí es un progresismo social renovado, que reconoce los límites del liberalismo sin renegar del dinamismo de la economía moderna; un movimiento que entiende que el problema no es la existencia del mercado, sino su absolutización. En otras palabras, el desafío no es destruir el capitalismo, sino humanizarlo. Esa es la revolución silenciosa que empieza a gestarse en el corazón de las grandes urbes, como Nueva York.

Mamdani pertenece a una generación política que ya no se conforma con gestionar las sobras del sistema, sino que busca transformarlo desde sus márgenes. Su origen multicultural —hijo de refugiados ugandeses, musulmán, joven y activista— encarna la pluralidad que define al progresismo contemporáneo.

No representa a una élite ilustrada ni a una maquinaria partidista tradicional; representa a una ciudadanía cansada de que la democracia se limite a elegir quién administra la escasez. Por eso, hasta cierto punto, su triunfo puede entenderse como un acto de insurgencia democrática.

El contexto amplifica su significado. Estados Unidos atraviesa una polarización extrema, con un gobierno federal que ha normalizado la retórica del miedo, la exclusión migrante, la criminalización de la pobreza y la reducción del Estado a un simple gestor de intereses privados. Frente a ese panorama, la victoria de un político que reivindica la idea de comunidad y cooperación tiene un valor doble: es resistencia y alternativa.

No es casualidad que su discurso haya calado particularmente entre jóvenes, trabajadores precarios y minorías raciales. Ellos, más que nadie, experimentan las grietas del sueño americano.

Lo notable de lo ocurrido en Nueva York es que demuestra que el progresismo social puede ser electoralmente viable incluso en los centros financieros del mundo. Durante décadas se repitió que las ciudades globales eran territorio exclusivo del flujo de capitales, que la utopía de lo público no tenía cabida entre rascacielos y fondos de inversión.

Mamdani ha probado lo contrario: cuando las condiciones materiales se vuelven insostenibles, cuando el precio de la vivienda supera toda lógica y cuando la desigualdad se vuelve parte del paisaje, la ideología se redefine. El progresismo no surge de la nostalgia, sino de la necesidad.

También hay que decirlo: su triunfo no garantiza el éxito de su gestión. Gobernar una ciudad como Nueva York implica enfrentar al capital inmobiliario, a los sindicatos, a los medios y a una burocracia que tiende a absorber cualquier intento de innovación.

Pero, aun si su mandato se viera limitado por las inercias institucionales, el mensaje ya se instaló: hay una nueva sensibilidad política en marcha, una que no teme hablar de redistribución, de intervención estatal, de justicia económica y de servicios universales.

En tiempos donde el cinismo y la apatía política parecen haber colonizado la imaginación colectiva, la sola existencia de un discurso distinto ya es una victoria cultural.

Resulta fascinante cómo el progresismo social está encontrando su espacio precisamente donde el capitalismo parecía más invulnerable. Lo que sucede en Nueva York se conecta con procesos globales: la irrupción de líderes jóvenes en Europa, los movimientos feministas y climáticos, las luchas por la vivienda y la justicia racial. Todos comparten un mismo diagnóstico: el sistema actual ha llegado a su límite ético y ecológico. Y todos, de una u otra forma, buscan ensayar nuevas formas de vida común.

El triunfo de Mamdani tiene, pues, una resonancia que trasciende fronteras. Es la prueba de que la historia no está escrita, de que incluso en el corazón del capital hay fisuras por donde se cuela la esperanza. Porque el progresismo social no es una moda ni una ideología pasajera; es la expresión política del malestar contemporáneo, el intento de devolverle sentido humano a la economía, de recordar que las ciudades existen para las personas y no al revés.

Tal vez Mark Fisher tenía razón: es difícil imaginar el fin del capitalismo. Pero tal vez, con victorias como esta, podamos al menos imaginar un capitalismo distinto, uno que reconozca límites y acepte la intervención democrática como principio moral. Zohran Mamdani no representa la utopía, pero sí la posibilidad. Y en un mundo acostumbrado a pensar que no hay alternativas, esa posibilidad —aunque mínima— es revolucionaria.

 

 

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