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MUNDO

Colapso de la verdad

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Opinión, por Luis Manuel Robles Naya

La inteligencia artificial —o también IA— ha sido presentada como una panacea capaz de resolver cualquier problema. Conocimiento, análisis de datos, administración empresarial, viajes estelares, creación artística o literaria: todo parece posible con la IA, incluso manipular la verdad o construir realidades alternativas.

Quienes han impulsado esa narrativa son las corporaciones que dominan el mercado bursátil y cuya cotización alcanza valores multimillonarios: Microsoft, Nvidia, Oracle, Amazon, SoftBank, además de las plataformas de Meta y Google que integran IA en sus buscadores. Ellos son los proveedores; nosotros, el mercado. Y, aun así, forman entre sí una cadena interdependiente que se alimenta mutuamente.

Un sistema cerrado en el que Nvidia suministra los chips, Microsoft ofrece la nube y Oracle —entre otros— comercializa servicios. Es una economía donde la inteligencia y el conocimiento se venden como suscripciones de televisión: quien quiera acceso a mejores contenidos debe pagar y no quedarse en la versión gratuita. Su contraparte, o némesis, proviene de China, con modelos abiertos —como Yi, Qwen y otros—, potentes y con licencias flexibles de uso libre.

La masificación de estas herramientas genera ganancias extraordinarias para las empresas. Los usuarios obtienen comodidad y acceso a información, pero pierden habilidades esenciales para distinguir entre verdad y ficción. Solo la ingenuidad —o la irresponsabilidad— permitiría suponer que la IA no será utilizada para intereses oscuros, delitos o campañas de desinformación.

Y las víctimas no serán uno o dos individuos: serán generaciones enteras. La generación Z ya muestra señales de ello. Crecieron con computadoras y teléfonos inteligentes, y para muchos de ellos la realidad es lo que ven en redes; los medios tradicionales y los libros les resultan irrelevantes.

El problema es que, en ese entorno, la verdad colapsa. Predomina la incertidumbre entre lo real y lo producido por IA. Los usuarios carecen de parámetros para discernir entre la información de Wikipedia o la de Grokipedia, entre lo que aparece en X o lo que circula en la red social propiedad de Donald Trump.

La IA —como las redes— depende de datos almacenados sin que exista garantía alguna sobre su procedencia. No hay autoridad que verifique que lo que se sube es verdadero o, al menos, confiable. Lo más cercano es la advertencia que algunos buscadores añaden sobre la credibilidad del contenido, lo que nos deja dependiendo de su propia autocensura.

En una columna publicada en El Financiero el 11 de noviembre, el periodista Pablo Hiriart relata un encuentro de comunicadores de Asia, África y América Latina en el Foro Mundial de Medios de Video, convocado por el gobierno de China. Los participantes coincidieron en que es cada vez más difícil conectar con la generación Z, pues ya no se informa a través de medios tradicionales. La preocupación es evidente: ¿cómo comunicar con nuevas generaciones que desconfían de las instituciones y para quienes los discursos patrióticos o la “verdad oficial” carecen de sentido?

Y no les falta razón. Hoy obtiene más visitas un creador de contenidos o un youtuber que la opinión documentada de un columnista especializado. Influencers difunden lo que su criterio —limitado o amplio— les dicta, y la verdad queda atrapada entre la banalidad y la incertidumbre.

No es nuevo que la verdad dependa de quien la cuenta. En la era previa a las redes era sencillo identificar la orientación política o ideológica de un medio y, por tanto, su “verdad”. En cambio, en la era de la inteligencia artificial, la verdad es una conjetura envuelta en miles de enigmas, tantos como servidores y centros de datos procesen información y según a quién sirvan.

Hoy lo relevante no es la verdad, sino el bando en el que se ubican emisor y receptor. La polarización geopolítica ya permea el universo digital, y los chips se han convertido en armas en la disputa entre Occidente y Oriente.

Esa confrontación se traslada a las mentes de las nuevas generaciones, alterando percepciones y realidades, influyendo en comportamientos y actitudes sin que la verdad importe, solo el propósito. La IA, vista como panacea o remedio milagroso para cualquier mal, es en realidad un medicamento peligroso, una droga que alguien debería regular. Existen iniciativas y debates al respecto, pero, por ahora, sigue en manos de mercaderes y magnates ideologizados para quienes su uso —o abuso— es irrelevante.

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