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Uruapan: La oportunidad perdida

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Opinión, por Iván Arrazola

“Nunca desaproveches una buena crisis”, advirtió Winston Churchill para subrayar que los momentos difíciles deben servir para corregir el rumbo. Lo ocurrido en Uruapan en días recientes era precisamente una oportunidad para ello. Sin embargo, la respuesta gubernamental demuestra que, una vez más, el país corre el riesgo de tratar una crisis profunda como un trámite más, sin dimensionar su gravedad ni revisar de fondo la estrategia de seguridad.

Uruapan no vivió un episodio aislado. Desde hace años, la región opera bajo la presión constante de grupos criminales que controlan territorios, imponen reglas, cobran derecho de piso y actúan con mayor capacidad que muchas autoridades locales.

Comerciantes, productores agrícolas, funcionarios municipales, policías y ciudadanos han advertido públicamente que la inseguridad ha alcanzado niveles que rebasan sus posibilidades de respuesta.
La diferencia ahora es que el caso se volvió visible a nivel nacional, pero la degradación en la zona lleva mucho tiempo en marcha.

El origen del problema también es conocido: en los últimos veinte años, los esfuerzos institucionales se han concentrado en robustecer a las fuerzas federales, mientras los gobiernos municipales continúan débiles, con presupuestos limitados, sin profesionalización suficiente y, en ocasiones, con cuerpos policiacos infiltrados.

Tras los hechos recientes, la presidenta Claudia Sheinbaum presentó el Plan Michoacán, que prevé una inversión superior a los 57 mil millones de pesos en infraestructura, apoyos sociales, salud, educación y un mayor despliegue federal. Incluye la construcción de dos hospitales, becas para 80 mil estudiantes, actividades culturales y deportivas, créditos productivos y un reforzamiento de la Guardia Nacional.

Es un plan amplio, con acciones relevantes, pero arrastra un problema de origen: no atiende el núcleo de la crisis. Las medidas se enfocan principalmente en el desarrollo social y en la presencia federal, pero no explican cómo se enfrentará la extorsión, cómo se fortalecerán las capacidades institucionales de los municipios ni de qué manera se reducirá la influencia criminal en los gobiernos locales. Tampoco se detalla una estrategia clara para mejorar la inteligencia regional o para investigar y desmantelar las redes delictivas que operan en la zona.

A ello se suma la ausencia de un proceso real de escucha. Aunque el gobierno federal aseguró haber dialogado con autoridades y sectores locales, no se han mostrado resultados ni diagnósticos derivados de ese trabajo. Se presentó un plan diseñado desde el centro, sin integrar de manera clara la experiencia de quienes viven la crisis todos los días. En un contexto tan complejo como el de Uruapan, ese diálogo no es un gesto político: es una condición para que cualquier política funcione.

El discurso oficial sostiene que la estrategia de seguridad “está funcionando” y que lo ocurrido en Uruapan es un caso aislado. Sin embargo, más allá de las cifras, hay una comunidad que vive bajo el miedo permanente del crimen organizado. Ni las denuncias ni la presencia federal han logrado frenar a estos grupos, y la realidad es que no existe autoridad que actualmente pueda contenerlos de manera efectiva.

El proyecto se denomina “Plan Michoacán por la paz y la justicia”, pero la noción de paz que promueve se limita a la reducción de la violencia directa.

Aunque en el discurso se recurre al término “cultura de paz”, este no se aplica en sentido estricto: quedan fuera componentes esenciales como la reconstrucción del tejido social, la reparación del daño, la mediación comunitaria y el fortalecimiento institucional local. Las actividades deportivas o culturales pueden generar espacios positivos, pero no sustituyen la construcción de confianza ni garantizan seguridad.

En lugar de aprovechar el momento para construir acuerdos amplios y escuchar a la sociedad, el mensaje presidencial volvió a incluir descalificaciones hacia la oposición y críticas a movilizaciones ciudadanas, incluso a protestas encabezadas por jóvenes. En un escenario que exige contención, claridad y apertura, prevaleció un tono político que poco ayuda a generar confianza en una región donde precisamente eso es lo que más escasea.

Uruapan representa un llamado urgente a replantear la política de seguridad. No basta con reforzar programas sociales o incrementar la presencia federal. Es indispensable fortalecer a los municipios, mejorar las capacidades de investigación, reconstruir la relación con la ciudadanía y enfrentar de manera frontal la extorsión.

Era una oportunidad para revisar el modelo completo —e incluso iniciar un giro estratégico—, pero la respuesta oficial deja la impresión de que el país seguirá aplicando las mismas fórmulas de siempre.

La crisis exigía actuar con mayor profundidad. Después de todo, como recordó Churchill, las crisis deben aprovecharse para corregir, no para reiterar errores. Uruapan mostró la urgencia de hacerlo. El riesgo es que, una vez más, esa oportunidad termine desperdiciándose.

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