JALISCO
Abuso normalizado: Los 50 centavos que delatan al sistema
Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco
Un sonido mínimo, casi ridículo, rompió la solemnidad del Congreso: clinc. Una moneda de 50 centavos rodó sobre el escritorio del secretario de Transporte, Diego Monraz Villaseñor. No era limosna ni accidente: era mensaje. La diputada Itzul Barrera la arrojó como quien deja evidencia en la escena del crimen. Y, créame usted, la escena era perfecta: público cautivo, cámaras, discursos de papel… y un funcionario intentando sonreír mientras el cobre se detenía frente a él, convertido en acusación.
El funcionario llegó al recinto vestido con los modales de siempre: voz pausada, discursos barnizados de tecnicismos, gráficos luminosos sobre inversiones, líneas de tren y promesas de modernidad. Pero la realidad —esa que no cabe en un PowerPoint— lo alcanzó antes de que pudiera acomodarse detrás del estrado.
La primera ráfaga vino con un objeto tan pequeño como revelador: una moneda de 50 centavos. Ese vuelto que las alcancías de los camiones no regresan y que terminó convertido en metáfora —y evidencia— de un desfalco hormiga, diario, institucionalizado. Itzul Barrera no solo lo señaló; se lo lanzó al funcionario en pleno. Y el sonido metálico de la moneda golpeando la madera del escritorio dijo más que cualquier discurso.
Monraz se justificó con frases aprendidas: “el tamaño de las alcancías”, “es un recurso de los transportistas”, “no lo administra la Setran”. Pero las bancadas saben —como sabe cualquiera que haya pagado un camión en esta ciudad— que ese dinero perdido no desaparece por arte de magia. La ruta del centavo conduce a una recaudación paralela que nadie supervisa y que, por años, el gobierno ha permitido como si se tratara de una costumbre inocua.
Bastaron unos minutos para que los diputados comenzaran a desfilar como una pequeña brigada inquisitorial, cada uno cargando su carpeta: fallas en el transporte público, subsidios opacos, rutas fantasmas en Tlajomulco, unidades viejas en Puerto Vallarta, alcancías que no regresan cambio “por diseño”, conectividad inexistente en colonias enteras, el invencible cártel de las grúas pirata y, para cerrar el menú, la privatización silenciosa de depósitos vehiculares.
El secretario, fiel a su manual de retórica defensiva, ofreció lo habitual: “auditorías en curso”, “procesos de mejora”, “compra de unidades”, “próxima apertura de la Línea 4”. Mientras hablaba de modernidad, los diputados relataban escenas que no necesitan guionistas: madres esperando una hora bajo el sol para un camión que jamás llega; usuarios pagando $10 para un servicio que cuesta $9.50 y que nadie piensa devolverles; circular por Macrobús como quien aborda un vagón en hora pico del DF en los setenta; rutas periféricas que existen solo en los folletos.
El comal y la olla: discursos impecables de funcionarios públicos desde la camioneta blindada; ciudadanos colgándose del último barandal disponible.
Pero la radiografía completa no se queda en lo visible. En el subsuelo político se agita un viejo engranaje: el negocio de los depósitos vehiculares. Rafael Orendain Parra, secretario de Administración, llegó al pleno listo para defender la privatización como si se tratara de una misión patriótica. Habló de “transparencia”, “vigilancia”, “licitaciones”, “ahorros”. Las palabras correctas, la música correcta.
La oposición, mientras tanto, desenrolló otra partitura: predios gigantes sin supervisión, manejos discrecionales, tarifas infladas, un modelo que —según dijeron— ya exhibe las huellas de prácticas que en otras épocas hubieran servido para financiar campañas o premios de lealtad política.
Orendain respondió con la cantaleta institucional: “Todo está dentro de la ley”. Y así, entre dos funcionarios, quedó retratada la esencia de la administración: uno incapaz de frenar los abusos; otro blindando el negocio.
No sería la primera vez que un depósito vehicular funcione como caja negra de época electoral. En México, los negocios “administrativos” suelen ser más patrióticos que cualquier desfile. Mientras tanto, el ejército paralelo de las grúas pirata sigue operando con una eficacia que ya quisiera la Fiscalía de Jalisco: levantan, cobran, trasladan, negocian, desaparecen. Monraz prometió una auditoría que “nos va a servir mucho”. Dijo “nos”, no “les”. Y ahí, querido lector, se marca la línea entre la preocupación pública y la comodidad privada, es decir: el negocio primero.
En este teatro de sombras, la ciudadanía aparece apenas como público resignado: quienes tienen que atravesar media metrópoli en rutas que tardan más que un juicio laboral; quienes suben a unidades que dejaron de ser nuevas en el sexenio de Emilio González; quienes nunca han recibido un solo peso de cambio… pero han puesto millones en esa alcancía kafkiana.
Lo revelador no es el medio peso. Es lo que el medio peso demuestra: un sistema que normalizó el abuso, lo repitió, lo pulió y lo convirtió en política fiscal no escrita. Como me confió un viejo líder transportista, allá por los años noventa: “En Jalisco el camión nunca pierde. El usuario siempre”.
Diego Monraz salió del recinto con paso firme, como quien sobrevive una emboscada ligera. Dijo que todo avanza, que todo mejora, que todo está en orden. Las frases que suelen pronunciarse antes de cada colapso. Y mientras el funcionario se alejaba, la moneda seguía allí, muda y brillante, recordándonos lo obvio: el desorden siempre empieza por lo pequeño.
En esta glosa quedó clarísimo: el transporte público en Jalisco no está roto. Está administrado para funcionar mal. Y mientras eso no cambie, los 50 centavos seguirán desapareciendo, los camiones seguirán llegando tarde y los funcionarios seguirán defendiendo un sistema que ellos mismos jamás usan.
Esa, lector, es la verdadera ruta crítica. Y no hay transbordo posible.
En X: @DEPACHECOS
