NACIONALES
El otoño de Sheinbaum
Opinión, por Iván Arrazola
Hay gobiernos que no se desgastan por el paso del tiempo, sino por la forma en que ejercen el poder. Su deterioro no llega con la pérdida de votos ni con el desgaste natural de los años, sino cuando la legitimidad comienza a erosionarse al confundir la autoridad con la imposición.
Eso es lo que empieza a vislumbrarse en la gestión de Claudia Sheinbaum: un gobierno que conserva fuerza política, pero que muestra una tendencia creciente a condicionar el ejercicio de las libertades públicas.
Este contraste se vuelve más agudo al recordar las palabras de la presidenta al asumir el cargo, cuando aseguró que su gobierno garantizaría todas las libertades —de expresión, de prensa, de reunión y de movilización—, porque la libertad era, afirmó, un principio democrático irrenunciable.
También prometió que no se utilizaría la fuerza del Estado para reprimir al pueblo y que en México se respetaría la diversidad religiosa, política, social, cultural y sexual. Sentenció, además, que quien advirtiera autoritarismo en su gobierno “estaba mintiendo”. No ofreció diálogo, sino algo más elemental: un país donde la crítica y la pluralidad pudieran existir sin miedo.
Sin embargo, los hechos recientes muestran otro rumbo. La respuesta oficial frente a la inseguridad y la violencia política ha sido especialmente preocupante. Ante movilizaciones ciudadanas que exigen justicia, el gobierno reaccionó acusando a los manifestantes de pertenecer a la derecha, de ser “conservadores”, manipulados o financiados por intereses empresariales.
En lugar de garantizar las libertades prometidas, la estrategia ha sido desacreditar a quienes cuestionan la gestión pública, como si disentir fuera sospechoso y no un derecho democrático.
Este problema no surge de un episodio aislado. Desde el inicio del sexenio, Sheinbaum mantuvo distancia con la oposición, prescindiendo de una interlocución que permitiera corregir errores o construir acuerdos. La Secretaría de Gobernación fue relegada a un papel menor, y la mayoría legislativa se convirtió en un mecanismo para imponer reformas sin negociación. Este modelo de gobierno, heredado del sexenio anterior, privilegia la disciplina interna por encima del consenso. El control político sustituyó a la escucha democrática.
El costo de esa cerrazón quedó expuesto tras el asesinato del alcalde Carlos Manzo, quien había solicitado apoyo federal en materia de seguridad sin obtener respuesta. El hecho no solo evidenció la crisis de violencia en el país, sino también la incapacidad del Ejecutivo para escuchar incluso a autoridades locales.
La tensión aumentó con la convocatoria a una marcha impulsada principalmente por jóvenes de la llamada Generación Z. Antes de que ocurriera, el gobierno aseguró que se trataba de un movimiento manipulado desde redes sociales, denunciando la existencia de “87 mil bots” con base en un estudio sin metodología ni pruebas verificables.
En la conferencia presidencial se señalaron nombres de presuntos responsables —empresarios, periodistas, políticos— como si manifestarse fuera un acto de conspiración y no de participación pública.
Cuando finalmente se realizó la marcha, el resultado fue mayor tensión: aparición de grupos de choque, violencia en espacios públicos, detenciones arbitrarias y una narrativa oficial que responsabilizó a los manifestantes en lugar de investigar lo sucedido. Después, se exhibió públicamente a uno de los jóvenes impulsores del movimiento, acusado de tener vínculos con un partido político, como si su filiación anulara su derecho a protestar.
La siguiente movilización, el 20 de noviembre, tuvo poca asistencia. La presidenta celebró el resultado y lo atribuyó a que “se estuvo informando y también quién convocó a las manifestaciones”. No hubo reconocimiento de la inhibición ni del miedo que puede generar un discurso estigmatizante desde el poder. La lectura oficial convirtió la disminución de la protesta en un triunfo, no en un síntoma de la fragilidad de las libertades.
Lo más grave no son los hechos aislados, sino el modelo que se perfila: un uso del poder político, de la fuerza policial y de la información pública para inhibir la crítica, limitar la protesta y administrar la legitimidad ciudadana. La protesta, que alguna vez se defendió como herramienta democrática, hoy parece válida solo cuando coincide con el gobierno. Si no está alineada, debe ser vigilada, desacreditada o puesta bajo sospecha.
Ese es el desgaste que comienza a notarse en el ejercicio del poder de Claudia Sheinbaum. Nadie cuestiona su popularidad ni la legitimidad de su elección; lo que se pone en duda es la coherencia ética de su gobierno. Un poder que dice defender la libertad, pero empieza a ver la crítica como amenaza, contradice su propia promesa democrática.
Lo preocupante no es que existan protestas, sino que el gobierno parezca incapaz de convivir con ellas. Cuando la autoridad mira con sospecha a la ciudadanía inconforme, lo que se erosiona no es su fuerza política, sino la convicción democrática que debería sostenerla.
