NACIONALES
Un país dividido: El desafío ético de gobernar en tiempos de polarización
A título personal, por Armando Morquecho Camacho
Hay momentos en la historia en los que gobernar deja de ser un ejercicio técnico y se convierte en una prueba moral. Sociedades enteras pueden dividirse por ideas, identidades, resentimientos o lealtades históricas, y de pronto, la tarea del gobernante —y de quienes participan en la discusión pública— ya no es simplemente administrar recursos o diseñar políticas, sino reconstruir el tejido emocional de un país.
Vivimos en una época así: una en la que la polarización no es solo un fenómeno político, sino una fractura cultural que atraviesa conversaciones familiares, redes digitales y certezas personales.
Frente a esa realidad, la pregunta fundamental es: ¿cómo se gobierna para las mayorías cuando una parte del país parece haber perdido la confianza en la otra? Y más aún: ¿cómo se construye un proyecto colectivo sin caer en la trampa de los extremos o en la tentación de gobernar únicamente para los propios?
La política moderna enfrenta un dilema ético que pocas veces se reconoce. Los gobiernos suelen ser evaluados por su eficiencia administrativa, por el crecimiento económico o por la capacidad para mantener la estabilidad. Sin embargo, estas métricas no capturan una dimensión más profunda: la responsabilidad ética de gobernar para todos, incluso para quienes no comparten la visión del gobierno o incluso lo adversan activamente. En sociedades polarizadas, este deber se vuelve más exigente y, paradójicamente, más indispensable.
La polarización tiene un rasgo perverso: transforma la discrepancia en enemistad. El que piensa distinto no solo está equivocado, sino que se convierte en una amenaza para mi identidad, mi proyecto o mi visión de país. Cuando ese proceso avanza, la deliberación democrática se empobrece y la conversación pública se convierte en una guerra de trincheras.
En ese escenario, cualquier gobierno enfrenta el riesgo, presente en toda democracia, de terminar gobernando mirando solo a una parte del país, no por convicción, sino por la presión de una conversación pública cada vez más polarizada.
Aceptar este reto implica asumir algo que no siempre es cómodo: las mayorías gobiernan, sí, pero deben gobernar con conciencia de las minorías. No porque exista una obligación jurídica estricta, sino porque existe un compromiso moral con la idea de nación. Gobernar no es administrar una victoria; es conducir un destino compartido.
Esto exige una virtud política que parece escasa en el mundo contemporáneo: la templanza. La templanza del gobernante —y de la ciudadanía— consiste en no responder a la polarización con más polarización; en rechazar la perversión de pensar que la fuerza de un proyecto político se mide por la estridencia de su discurso. El liderazgo responsable es aquel que elige la vía más difícil: construir acuerdos sin renunciar a los principios, dialogar sin claudicar en la visión de país y escuchar sin perder la brújula.
Es importante distinguir: gobernar para las mayorías no implica gobernar para agradar a todos. Eso sería imposible y probablemente indeseable. El liderazgo político requiere claridad en el rumbo, firmeza en la ejecución y coherencia en la ética pública.
Pero gobernar para las mayorías sí implica comprender que un país no puede dividirse indefinidamente sin pagar un costo colectivo. Exige reconocer que el rencor político puede convertirse en un obstáculo para el desarrollo, la convivencia y la justicia.
En este sentido, la ética pública adquiere una relevancia que se suele subestimar. La confianza es el capital más valioso para cualquier proyecto de gobierno y, en tiempos de polarización, es también el más frágil. La ciudadanía puede perdonar errores técnicos, pero difícilmente perdona la soberbia, la indiferencia o la deshonestidad. Un gobierno que aspire a unir debe construir confianza con hechos, con coherencia y con una narrativa que abra espacios a la esperanza del futuro.
La polarización también obliga a revisar el papel de la oposición y de quienes participan en el debate público. Una sociedad democrática sana no se construye solo con gobiernos responsables, sino también con críticas responsables. La crítica inteligente y honesta es indispensable para la deliberación. El problema surge cuando la oposición —sea política, mediática o económica— convierte la crítica en un negocio del descontento, cuando se privilegia el escándalo sobre el argumento o cuando se apuesta al fracaso del país para justificar un diagnóstico apocalíptico.
En ese contexto, el ciudadano común queda atrapado entre dos ruidos: la confrontación del discurso político y la incertidumbre de la vida cotidiana. Por ello, un gobierno que aspire a gobernar para las mayorías debe ser capaz de distinguir entre conflicto productivo y conflicto estéril. El primero permite avanzar, ajustar y reformar; el segundo solo degrada la conversación pública y alimenta miedos que no conducen a nada.
La historia demuestra que las naciones se consolidan no cuando se elimina la diferencia, sino cuando se convierte la diferencia en motor creativo, tal como sucedió en Alemania durante la gestión de Angela Merkel. La pluralidad no es una amenaza; la pluralidad es la condición para la madurez democrática. Pero para que esa pluralidad sea virtuosa, debe existir un acuerdo básico: reconocer que el país es más grande que cualquiera de sus facciones.
La pregunta final es inevitable: ¿qué significa gobernar para las mayorías en tiempos de polarización? Significa gobernar con serenidad, con justicia y con un sentido profundo de responsabilidad histórica. Significa construir un “nosotros” sin borrar el “yo” de nadie. Significa resistir la tentación de responder al enojo con más enojo, al ataque con más ataque, a la división con más división. Es, en el fondo, entender que la política es un ejercicio ético antes que estratégico.
El mayor desafío de nuestra época no es elegir entre izquierda o derecha, entre conservadores o progresistas, entre tradición o cambio. El desafío verdadero es recordar que somos una comunidad política, no un campo de batalla.
Y que quienes gobiernan —al igual que quienes critican— tienen una responsabilidad con algo que está por encima de cualquier proyecto personal: el futuro compartido de la nación.
