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El equilibrio imposible

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Opinión, por Miguel Anaya

México vive uno de esos momentos que los teóricos llaman “coyuntura crítica” y que la gente común, con más precisión, describe como “algo que no cuadra”. Marchas contra la violencia, bloqueos carreteros que paralizan medio país, un crecimiento económico que avanza con la velocidad de un burócrata en lunes, y la súbita renuncia voluntariamente sugerida del fiscal general.

Todo esto enmarcado en la cuenta regresiva hacia unas elecciones donde se disputarán 17 gubernaturas, suficientes para redefinir la cartografía del poder… o para confirmarnos que nada cambiará porque la estructura así lo define.

El clima es extraño, casi surrealista. Vivimos protestas que exigen seguridad básica —no el paraíso nórdico, solo un país sin homicidios ni extorsiones— mientras el gobierno intenta administrar la tensión con comunicados que parecen escritos para un país paralelo. A falta de resultados, sobra narrativa. Y mientras las carreteras se vuelven campos de negociación improvisados, el campo mexicano se hunde entre precios desplomados y apoyos que llegan tarde, si es que llegan.

En este tablero movedizo aparece la joya más brillante del momento: la reconfiguración del Poder Judicial. Una reforma que promete democratizar la justicia, limpiar los pasillos de corrupción y, de paso, entregar a la Suprema Corte la facultad de reabrir juicios concluidos. Una puerta al acceso a la justicia, dicen unos; un portal hacia venganzas políticas con disfraz institucional, murmuran muchos otros.

En otra esquina, la salida del fiscal —pactada, negociada o presionada, escójase el verbo preferido— solo confirma que las instituciones viven un proceso de movimientos acelerados. Y lo preocupante no es el cambio, sino su motivo. En México, la autonomía suele durar lo mismo que una promesa de campaña: lo que tarda en volverse inconveniente. La nueva Fiscalía será, dicen, más cercana a la ciudadanía; o bien, más cercana a la voluntad política del momento. Y entre una y otra interpretación se diluye la línea que separa justicia de oportunidad.

Mientras tanto, la economía transita con trote cansado. Crecemos, sí, pero al ritmo de un país que compara su economía a la situación actual de la selección de futbol: estamos mal, pero el siguiente año será mejor. Hay inversión, pero condicionada; hay empleo, no obstante, es precario; hay confianza, pero fragmentada. Nada se derrumba; sin embargo, nada se sostiene del todo. México flota, y flotar, aunque parezca estabilidad, también es una forma de hundirse lentamente.

En este escenario, la pregunta se impone: ¿está México en crisis? La respuesta más honesta es: depende de dónde se mire y con qué valor se mida el deterioro. Si la vara es el colapso total, no; si la vara es el deterioro progresivo de la gobernabilidad, entonces sí. México vive una serie de dificultades en cámara lenta, de esas que no estallan de golpe, pero se vuelven insoportables al acumularse.

Porque al final, lo que vivimos no es caos total, sino desorden aglomerado. Una situación lo suficientemente seria para preocupar, pero por el momento manejable para negarse desde el discurso. Y he ahí la tragedia: parece que no estamos tan mal como para cambiarlo todo, ni tan bien como para dejar de preocuparnos. Habitamos un limbo político/social donde la normalidad es una excepción y la estabilidad, una aspiración pendiente.

A un año y medio de las elecciones que se darán en 17 estados, este es el escenario: un país caminando por la cuerda floja mientras los equilibristas discuten quién tiene el mejor traje para la función. Para unos, todo va viento en popa; para otros, todo es un incendio.

La verdad, como casi siempre, está en ese punto intermedio que nadie quiere mirar: un país cansado, tensionado y necesitado de acuerdos reales, no de discursos que se evaporan al contacto con la realidad. Esa realidad que necesita de un equilibrio donde se tome en cuenta a todos: trabajadores, agricultores, empresarios, estudiantes, etc.

Así va acabando el 2025 en un país que parece empeñado en creer que el equilibrio es opcional, pero el tropiezo, inevitable.


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