NACIONALES
Extorsión con membrete: CATEM, cuando el «sindicato» se vuelve coartada
Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco
La Comarca Lagunera —esa franja de polvo productivo donde el ganado vale más que el discurso— lleva años aprendiendo una lección amarga: el crimen no siempre llega con armas en mano; a veces llega con membrete, con lenguaje de “representación” y con la sonrisa de quien promete “orden” a cambio de una cuota.
La detención de Edgar Rodríguez Ortiz, alias “El Limones”, fue anunciada como un golpe contra una red de extorsión. Pero el dato que realmente enciende la mecha no está en el inventario de armas ni en el cateo fotografiado: está en el traje.
Porque en varios reportes periodísticos, el presunto extorsionador aparece vinculado —por entorno, presencia o cercanía— con la CATEM, el sindicato que encabeza Pedro Haces, senador y personaje de largo alcance en los pasillos del poder. Y entonces el caso deja de ser únicamente policiaco para convertirse en una advertencia política: cuando el crimen encuentra una puerta que parece legítima, deja de entrar por la ventana.
En México, el delito más rentable no es el narcotráfico: es la extorsión. El narco requiere rutas, cargamentos y riesgos internacionales. La extorsión solo necesita una libreta de nombres, una red local y la certeza de que el Estado no protegerá a quien denuncia. Es un impuesto clandestino: se cobra por trabajar, por mover mercancías, por transportar ganado, por existir. Y se cobra con una lógica de mercado: quien controla el territorio controla la tarifa.
Hasta ahí, el expediente típico. Pero lo que incomoda al poder —y lo que debería incomodar al país— es la manera en que la extorsión se vuelve “normal” cuando se disfraza de trámite. No es lo mismo que te cobren “piso” a que te lo cobren con lenguaje de “aportación”, “cuota”, “afiliación” o “permiso”. El miedo cambia de nombre, pero no de efecto: la economía se somete igual.
Y la pregunta que asoma, inevitable, es esta: ¿quién prestó el membrete?
No se trata de dictar sentencias antes de tiempo —un detenido no es una condena—, sino de entender el mecanismo político que hace posible el negocio. Los grupos criminales no solo buscan armas: buscan legitimidad. No solo quieren controlar rutas: quieren controlar intermediarios. La extorsión moderna no se sostiene únicamente con el sicario; se sostiene con el gestor, con el enlace, con quien presume “contactos” y ofrece “soluciones”. Y en ese ecosistema, la figura de un sindicato con presencia, estructura, credenciales y cercanía con el poder se vuelve un instrumento valiosísimo: da cobertura, da acceso, da narrativa.
Pedro Haces, como actor político, entiende bien el valor de la organización. Un sindicato puede ser fuerza social; también plataforma de negociación; también palanca de influencia. El problema surge cuando esa fuerza se convierte —aunque sea por infiltración o por complicidad de actores locales— en un paraguas donde se esconden intereses oscuros. Ahí la línea entre representación y extorsión se vuelve borrosa, y esa borrosidad es el terreno favorito del abuso.
En la región lagunera el miedo no se improvisa: se administra. El comerciante sabe que la cuota es “para que no pase nada”. El ganadero entiende que pagar es asegurar el traslado. El transportista aprende que la seguridad se compra, no se garantiza. Y cuando esos cobros aparecen asociados a siglas que suenan a legalidad, la confusión se vuelve método: el ciudadano ya no sabe si lo presionan delincuentes o “representantes”; si debe denunciar a criminales o a “dirigentes”; si está frente a una extorsión o ante un abuso con sello.
El Estado celebra la captura como si con eso se cerrara el capítulo. La tentación gubernamental es convertir al detenido en trofeo: “golpe directo”, “operativo exitoso”, “desarticulación”. Pero el punto político está en otro lado: la red. En estos asuntos, el presunto operador es apenas la cara visible de una maquinaria que incluye prestanombres, cuentas, gestores, enlaces y silencios. Y los silencios, en México, suelen tener padrinos.
Si de verdad hubo un uso del ropaje sindical como coartada, el asunto no se resuelve con un comunicado. Se resuelve con preguntas incómodas: ¿quién lo acercó a estructuras formales?, ¿quién lo dejó operar?, ¿quién se benefició?, ¿quién le dio protección social o política?, ¿quién lo convirtió de simple cobrador en “administrador” del miedo? Porque la extorsión, cuando prospera, no solo compra armas: compra impunidad.
Y ahí la figura de la CATEM se vuelve una sombra larga. No porque una organización sea culpable por definición —sería irresponsable afirmarlo—, sino porque cuando aparece mencionada en el entorno de un caso así, la obligación política es clarificar: deslindes con evidencia, auditorías internas, depuración real, no discursos. En México nos hemos acostumbrado al deslinde de utilería: “no lo conozco”, “no es de los nuestros”, “se infiltró”. Frases que sirven para sobrevivir una semana en la agenda pública, pero no para limpiar una estructura.
La extorsión es el delito que mejor retrata la crisis del Estado: demuestra que el gobierno no controla el territorio ni protege a quien produce. Y si además se alimenta de la apariencia de legalidad —siglas, afiliaciones, “representación”—, el daño es doble: no solo se roba dinero, se roba confianza. Porque el comerciante deja de creer en la autoridad, pero también deja de creer en las organizaciones que deberían defenderlo. La sociedad queda sola, pagando a unos y rogando a otros.
El caso de “El Limones” —presunto, imputado, detenido— deja una lección política que va más allá de La Laguna: en México, las estructuras formales pueden ser usadas como máscara para la economía criminal. La gran victoria del crimen no es la balacera: es el trámite. Es hacer que el abuso parezca procedimiento, que la amenaza parezca requisito, que el cobro parezca “cuota”. Y cuando eso ocurre, el país no solo enfrenta delincuentes: enfrenta la degradación de sus instituciones.
Por eso el tema CATEM no es un adorno en esta historia: es el nervio. Porque si el crimen se movió cerca de una estructura sindical con peso político, el golpe verdadero no es detener a un operador. El golpe real sería romper el vínculo entre poder, intermediación y miedo. Y eso implica tocar intereses, exhibir responsabilidades e incomodar a figuras que no están acostumbradas a rendir cuentas ante quienes sí pagan: los comerciantes, los ganaderos, los productores.
Al final, La Laguna no necesita más operativos para la foto. Necesita una garantía simple: que trabajar no sea delito y que producir no sea una condena a pagar tributo. Y si el crimen se vistió de sindicato —o se acercó a uno para operar—, entonces la pregunta ya no es quién era “El Limones”. La pregunta es más amarga: ¿quién le prestó el uniforme?
En X: @DEPACHECOS


