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JALISCO

El abuso del derecho de paso: Sirenas, el fuero sobre ruedas

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Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco

En Guadalajara hay un sonido que no anuncia auxilio: anuncia mando. No es la sirena como instrumento de emergencia; es la sirena como credencial. La ciudad aprende rápido el idioma: si aúlla, te haces a un lado; si no te haces, te “enseñan”. Y lo peor es que, aun cuando no aúlla, también te exigen el despeje. Porque el problema de fondo no es el decibel, sino la idea de que la calle —y la ley— se abren por jerarquía.

Por eso, el video que circuló en días recientes no debería leerse como un “accidente vial”. Es una radiografía del poder mal entendido. Una patrulla del área de Código Violeta de la Secretaría de Seguridad del gobierno estatal se mete a un crucero en la colonia Belisario Domínguez, en el cruce de Pablo Valdés y Aquiles Serdán.

Dos vehículos se detienen, un peatón cruza y la unidad oficial aparece a alta velocidad, se atraviesa sin advertencia y se lleva de encuentro a un automóvil clásico —un Chevrolet 1938, restaurado, con valor económico e histórico—. La patrulla termina estrellada contra el poste del semáforo.

Después, como si hasta la física tuviera que obedecer, el vehículo oficial retrocede solo unos metros y las oficiales corren a alcanzarlo. Llega la grúa, llega la Agencia Metropolitana de Infraestructura para la Movilidad a reparar lo roto. Lo de siempre: la ciudad paga el golpe y el ciudadano paga el susto.

La versión oficial intenta vestir de heroísmo lo que el video desnuda: que se dirigían a atender una emergencia de violencia contra las mujeres en Coyula, Tonalá. Pero el detalle —ese que en un Estado serio define responsabilidades— es demoledor: no traían torretas ni sirenas encendidas. No había aviso. No había prioridad legal visible.

El conductor del vehículo clásico, un hombre de 68 años, aseguró que el semáforo estaba en verde para él y que no escuchó ningún vehículo de emergencia. En otras palabras: la patrulla exigió el paso sin pedirlo; se lo tomó sin anunciarlo; y luego, según se documentó, hubo intentos de responsabilizar al particular por daños al mobiliario urbano, incluso con amagos de detención y aseguramiento del automóvil.

Ahí está el núcleo del problema: el abuso cotidiano del “derecho de paso” como derecho de casta.

Porque la sirena, en teoría, no es un privilegio; es un protocolo. Y el protocolo tiene una lógica simple: la sociedad cede segundos para salvar vidas. Es un contrato moral y legal. A cambio, la autoridad se obliga a usar ese recurso con prudencia, necesidad y reglas claras: señalización, luces, advertencia y conducción defensiva. Cuando la sirena se usa para brincar el tráfico, ganar un crucero, doblar donde no se puede o humillar al que no se quitó “a tiempo”, el contrato se rompe y la sirena deja de significar auxilio: empieza a significar impunidad.

En ese contexto, lo ocurrido el jueves no fue una anomalía; fue una confesión. Una patrulla actuó como si portar uniforme le concediera prioridad automática, aun sin señales de emergencia. Y cuando la evidencia la alcanzó —una cámara de seguridad haciendo el trabajo que no siempre hacen los controles internos— apareció el reflejo institucional más viejo: culpar al ciudadano, endosarle el costo, convertir a la víctima en responsable. No es solo prepotencia individual; es una cultura de administración del daño político: primero se controla el relato, luego se acomoda la verdad.

¿Y qué tiene esto de político? Todo.

Porque la calle es el primer territorio donde se mide el Estado. Un gobierno puede llenar discursos de “orden”, “seguridad” y “respeto a la legalidad”, pero si su policía maneja como si la ley fuera un obstáculo y no un mandato, el mensaje real se transmite en cada crucero: aquí manda quien trae patrulla, no quien tiene la razón. Y eso, en una democracia, es dinamita lenta. La gente no desconfía de las instituciones por teorías abstractas; desconfía porque un día, con el semáforo en verde, un vehículo oficial puede embestirla y luego intentar cargarle la factura.

El tema de las sirenas —encendidas o apagadas— es apenas el símbolo más audible de un fenómeno más amplio: el uso discrecional de la autoridad como pase libre. En Guadalajara, como en tantas ciudades mexicanas, cualquiera que maneje lo ha visto: la sirena que se enciende solo para cruzar un alto; la torreta que aparece a la altura del espejo retrovisor como amenaza; el “quítense” que no distingue emergencia de prisa. Y cuando la ciudadanía aprende que la sirena puede ser capricho, empieza a dudar de la sirena verdadera. El resultado es perverso: se erosiona la cooperación social que salva vidas y se incrementa el riesgo para todos, incluidos los propios cuerpos de emergencia.

Lo del Chevrolet 1938 añade otra capa: la tentación de medir la justicia por la capacidad de defensa del afectado. Si el auto fuera un compacto sin historia, ¿habría trascendido igual? Si no existiera un video, ¿quién habría escrito el libreto? Si el conductor no tuviera nombre, edad y un relato claro del semáforo en verde, ¿habría sido más fácil decretarlo culpable por oficio? En México, demasiadas veces la verdad necesita testigos tecnológicos para que la autoridad se comporte como autoridad y no como feudo.

Y en este punto conviene decirlo sin eufemismos: una policía que usa sirenas como herramienta de intimidación —o que prescinde de ellas cuando le conviene, pero exige el mismo derecho de paso— es una policía que no entiende su función pública. No está para dominar la calle, sino para protegerla. No está para “ganar” el tráfico, sino para llegar con vida y llegar a tiempo. No está para imponer miedo, sino para generar confianza.

El verdadero “Código Violeta” —el que merecen las mujeres y la ciudadanía— no se escribe con comunicados posteriores al choque. Se construye con capacitación real, sanciones visibles, cámaras en las unidades, protocolos estrictos de conducción y una política clara de rendición de cuentas cuando hay daños. Se consolida cuando el mando no se dedica a “administrar” el escándalo, sino a corregir la conducta. Se vuelve creíble cuando el ciudadano no teme que, además del golpe, llegue la amenaza.

La sirena debe volver a significar lo que dice que significa: urgencia, no prepotencia. Porque cuando la autoridad confunde el poder con el paso libre, la ciudad no solo se atasca en tráfico: se atasca en desconfianza. Y una sociedad que aprende a quitarse por miedo —y no por solidaridad— termina viviendo, tarde o temprano, en el país de las patrullas sin sirena… y con fuero.

En X: @DEPACHECOS


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