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Ley esposa, una visión retorcida

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Opinión, por Iván Arrazola

La política mexicana tiene una asombrosa capacidad para reciclar prácticas que, aunque cambien de envoltorio, conservan intacto su trasfondo. La llamada ley esposa es una muestra clara de esa visión retorcida en la que causas legítimas —como las leyes de paridad y la agenda de igualdad de género— son utilizadas de manera instrumental para encubrir intereses patrimoniales y proyectos personales de poder.

Así, bajo el lenguaje de los derechos y el progreso, se construyen arreglos pragmáticos que no buscan ampliar la democracia, sino administrarla en beneficio de unos cuantos.

Hace unos días se hizo pública una reforma a la ley electoral de San Luis Potosí que propone que, para el proceso electoral de 2027, únicamente se postulen mujeres a la candidatura a la gubernatura. Poco después, el gobernador de San Luis Potosí, Ricardo Gallardo, declaró que quienes se oponen a dicha reforma “le tienen miedo a las mujeres”, con lo que buscó descalificar a sus críticos y erigirse como un “defensor” de las leyes de paridad.

Para entender el trasfondo conviene desagregar la historia. Gallardo pertenece al Partido Verde Ecologista de México, una fuerza política que se ha distinguido por su notable flexibilidad ideológica y su pragmatismo extremo. A lo largo de los últimos sexenios ha acompañado, sin mayores reparos programáticos, a los partidos ganadores: en 2000 con el PAN, en 2012 con el PRI y en 2018 y 2024 con Morena. Aunque se autodefine como defensor de causas ecologistas, el Verde ha promovido posturas tan dispares como la pena de muerte y, al mismo tiempo, ha sellado alianzas con fuerzas que se asumen progresistas y contrarias a ese tipo de propuestas. La constante no es la ideología, sino el poder.

Ese pragmatismo —que algunos celebran como habilidad política— suele derivar en contradicciones profundas. La más reciente se expresa en la llamada “ley esposa”. Tras el impulso presidencial a una reforma contra el nepotismo, cuyo objetivo es impedir que gobernantes en turno hereden cargos a familiares, se evidenció la incomodidad de varios liderazgos.

Casos como el de Félix Salgado Macedonio o el del senador Saúl Monreal mostraron los límites de la disciplina partidista cuando están en juego proyectos personales. Aunque la ley entrará formalmente en vigor hasta 2030, la presión para que Morena la adoptara de inmediato marcó una línea para los militantes del partido gobernante.

Los aliados, sin embargo, parecen moverse con otras reglas. Gallardo sostuvo que no está obligado a seguir la línea presidencial y propuso una reforma a la ley electoral de San Luis Potosí con un diseño quirúrgico: en 2027, cuando se renueve la gubernatura, los partidos deberán postular únicamente mujeres; en 2033, únicamente hombres.

La medida, presentada como un avance en paridad, beneficiaría directamente a su esposa, la senadora Ruth González, quien suena como aspirante natural al gobierno estatal. El conflicto es evidente: una reforma hecha a la medida de un interés familiar, envuelta en el lenguaje de la igualdad.

Desde luego, la paridad es una conquista democrática irrenunciable. Pero una cosa es garantizar reglas equitativas y otra muy distinta es manipularlas para favorecer a una persona específica. Cuando la norma se diseña con nombre y apellido, deja de ser un instrumento de justicia para convertirse en una herramienta de control. En ese punto, la paridad se vacía de contenido y se transforma en una coartada.

La reacción desde Morena no tardó. Luisa María Alcalde, dirigente nacional del partido, anunció que se promoverá una acción de inconstitucionalidad contra la reforma potosina, aunque subrayó que la alianza con el Verde continuará. La frase es reveladora: se rechaza la práctica, pero se preserva la coalición. La ética se subordina a la aritmética electoral.

Este episodio deja al menos tres lecciones. Primero, que las leyes de paridad pueden ser usadas de forma cínica para proteger intereses particulares, sin un compromiso real con la igualdad sustantiva. Segundo, que el pragmatismo extremo erosiona la coherencia programática: partidos que se dicen distintos terminan unidos por el poder, no por un proyecto compartido. Y tercero, que persisten prácticas patrimonialistas profundamente arraigadas, donde los cargos públicos se conciben como propiedad privada y el Estado como botín familiar.

En ese contexto, la “ley esposa” no es una anécdota local, sino un síntoma. Muestra cómo el sistema electoral puede ser torcido para preservar privilegios y cómo las causas más nobles pueden ser instrumentalizadas para fines menores. El costo es alto: se debilita la confianza ciudadana, se deslegitiman agendas históricas y se normaliza la idea de que la política sirve, ante todo, para garantizar la continuidad de unos cuantos.

Si de verdad es tiempo de mujeres, debe serlo para ampliar derechos, abrir oportunidades y transformar estructuras, no para perpetuar dinastías. De lo contrario, el discurso seguirá avanzando mientras la realidad camina en sentido contrario, y la democracia pagará —una vez más— el precio del pragmatismo sin principios.


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