OPINIÓN
Doctor Muerte

Opinión, por Héctor Romero Fierro //
Muchos se refieren al subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell como el Doctor Muerte, ya que lo culpan, no de los muertos, más sí del innecesario número de defunciones que ha provocado la pandemia derivada del Virus Covid-19 en nuestro país, derivado, a juicio de muchos expertos, de un irresponsable manejo de la crisis por parte del Gobierno Federal.
El Doctor Muerte señaló que llegar a 60 mil muertos por Covid sería “catastrófico” y de acuerdo a la contabilidad “oficial” esa cifra ya fue rebasada al reportar la Secretaría de Salud, 60,254 defunciones al inicio del fin de semana, aunque todos sabemos, como mucho antes lo reconoció Gatell, que esa cifra es un simple referente ya que la realidad es muy superior, máxime que es de todos conocido que las autoridades federales, han manipulado las cifras al reportar, utilizando cualquier excusa, diversas causas de muerte, hasta, “insuficiencia respiratoria”, por lo que al menos, siendo muy conservadores, debemos multiplicar esa cifra por tres, lo que nos daría al menos 180 mil muertes.
Es cierto, el virus ataca en todos los países por igual, la diferencia en sus resultados estriba en las políticas de contención utilizadas por cada uno de los gobiernos en sus países, políticas que van desde extremos como “toque de queda” o graves sanciones por salir de casa durante la cuarentena, hasta los irresponsables manejos del “no pasa nada”, “hay que abrazarnos”, o poner el pésimo ejemplo, como el uso del “detente”, o no usar cubrebocas, y además seguir negando su utilidad cuando en la mayoría de países recomiendan su uso, sin olvidar que a nuestro presidente la pandemia le cayó “como anillo al dedo”.
Las cifras y sus proyecciones no son nada alentadoras, el gobierno maximiza las que, con poco maquillaje, le son menos malas, pero la verdad no tiene partido y acaba descubriendo nuestra realidad, que es muy diferente a la de López- Gatell cuando pretende, ya sin éxito, de justificar sus acciones señalando que han establecido “una estrategia de contención y mitigación que nos ha permitido tener la disponibilidad de atención hospitalaria en todo momento”, lo que nos ocultan es la disponibilidad de “ventiladores” por lo que muchos pacientes mueren por la falta de acceso a esos equipos.
Un índice que no nos muestra la Secretaría de Salud lo encontramos en un estudio de Mariano Sánchez para la “Revista Nexos” relativa a la letalidad hospitalaria, y que nos revela la primer cifra alarmante, el 57% de los pacientes hospitalizados han muerto en el IMSS, entonces el Covid es tres veces más letal para estos que para los atendidos en hospitales privados, incluso “la tasa de letalidad hospitalaria ha disminuido de manera considerable en los principales sectores de atención, con la excepción del IMSS”.
Pero no todo es malo en el sector público, habrá que reconocer que los mejores hospitales a nivel nacional siguen siendo los de la SEDENA, ya que estos presentan un índice inferior incluso que los hospitales privados. Una de las causas señaladas por el citado estudio es que “la pandemia llegó a México después de varios años de recortes presupuestales en salud, en medio de la política de austeridad del actual gobierno, con un subejercicio considerable del gasto en salud en 2019 y en medio de una reorganización (léase centralización) atropellada del sistema.”
La letalidad promedio en el mundo es del 3.50% y la de México es de 10.83%, después de ver esta cifra, ¿aun defienden a López-Gatell?, el Doctor Muerte ya culpó a las refresqueras, a los vendedores de pan, al neoliberalismo, a los gobernadores, a los gobiernos anteriores, pero, y la autocrítica ¿cuándo? Como cereza del pastel afirmo: “La narrativa de algunos medios de comunicación parecieran obstinados se centra en hacer una falsa controversia o contraste entre los aspectos de una epidemia con los elementos positivos de la capacidad de respuesta que ha tenido México como país”.
No hay falsa controversia Doctor Muerte, nosotros ponemos a nuestros familiares y amigos muertos mientras ustedes se obstinan en blindar un proyecto político fallido, usted es subsecretario de Salud, deje la política a los políticos y preocúpese por la población.
Mejor busquemos soluciones. ¿Por qué las empresas en Jalisco se preocupan por la economía, pero no son capaces de implementar horarios de entrada y salida escalonados en sus fuentes de trabajo? El transporte público saturado es una gran fuente de contagio. Ante un gobierno tanto federal como estatal que les preocupa más los efectos económicos del Covid que la salud de la población, debemos nosotros seguirnos cuidando en demasía, las reglas siguen siendo muy claras, sana distancia, uso intensivo de cubrebocas en lugares públicos, lavado muy frecuente de manos, pero lo mas importante, estar expuesto al contagio solo por asuntos importantes.
En otro tema, qué descaro de Manuel Andrés López Obrador MALO, ante la exposición de su hermano por el video donde es captado Pío López recibiendo dinero entregado por el Gobierno de Chiapas, cuando en días pasados encabezaba un intento de linchamiento mediático contra todos los políticos, menos los de su partido, con base en un video y la historia de terror firmada por Lozoya pero de autor desconocido, literatura dentro del género de novela ficción, con la que se pretendía descarrilar la elección de diputados federales y la dos Estados de la Republica, ahora pretende justificar el Pío-video , “…es menos de lo que robaban antes” lo que nos recordó el “sí robe pero poquito”. Ridículo pedirle a su hermano que enfrente las consecuencias, o justificar porque “era para una revolución”.
Hay una diferencia abismal, el dinero que supuestamente Lozoya repartió, no salió de las arcas públicas, el dinero que recibió Pío López sí era dinero del pueblo sustraído ilegalmente por su amigo el verde gobernador, conducta que ni Leona Vicario justificaría, todos los políticos son iguales, por eso López, ya ni Pío dijo.
NACIONALES
Llave al cuello

– Opinión, por Miguel Anaya
El Senado de la República nació para ser la cámara de la reflexión, el contrapeso, el espacio donde las decisiones se piensan dos veces antes de convertirse en ley. Desde su inicio en el siglo XIX, su existencia buscaba equilibrar al país: la Cámara de Diputados representaría la voz inmediata del pueblo y el Senado, con sus 128 integrantes, encarnaría la visión de más alto nivel de cada estado. En teoría, es la tribuna donde la política alcanza su forma más elevada.
La semana pasada, en lugar de argumentos, lo que retumbó fueron los gritos, acompañados de empujones y amenazas de riña dignas de vecindario enardecido. Lo que debía ser la cúspide del debate nacional se convirtió en un espectáculo más cercano a la arena de lucha libre que al foro legislativo más importante del país.
Conviene recordarlo: la tribuna del Senado no es un micrófono más. Es el escenario que, en teoría, proyecta al mundo la madurez política de México. Allí se han discutido tratados internacionales y reformas constitucionales que marcan generaciones. Y, sin embargo, lo que se ofreció al país no fue altura de miras, sino un espectáculo de pasiones mal encauzadas, una demostración de que, cuando falta el argumento, la violencia sale a flote.
Algunos dirán que la violencia parlamentaria es casi folclórica. En Italia se han lanzado sillas, en Corea martillos, en Taiwán agua y puños. La diferencia es que allá los incidentes son excepción; aquí amenazan con convertirse en método alterno de debate. Al paso que vamos, quizá convenga incluir guantes de box en el reglamento interno.
Lo ocurrido no es simple anécdota, sino síntoma. La violencia desde la tribuna envía un mensaje devastador: si en la Cámara alta se puede insultar y agredir, ¿qué freno queda para la sociedad? El Senado debería marcar la pauta de la civilidad, no reflejar lo peor del enojo social. La tribuna debería ser espejo de lo que aspiramos a ser, no caricatura de lo que tememos convertirnos.
Una máxima, atribuida a distintos autores, menciona que “la violencia comienza cuando la palabra se agota.” En México, la palabra parece agotarse antes incluso de ser pronunciada. Otra frase importante, acuñada por Carlos Castillo Peraza dice: “La política no es una lucha de ángeles contra demonios, sino que debe partir del fundamento de que nuestro adversario político es un ser humano.” Ambas enseñanzas se han olvidado en el legislativo.
Lo más preocupante no es la escena del zafarrancho, sino lo que significa: que en el recinto diseñado para contener pasiones se desbordan las más bajas. Que en la cámara que debía representar la inteligencia del Estado se normaliza la torpeza del insulto. Y que, en la tribuna donde deberían hablar las mejores voces de la nación, se escuchan ecos de cantina.
El Senado no merece ser burla internacional. Mucho menos lo merece el país que lo sostiene. La dignidad de esa Cámara no depende de los mármoles que la adornan, sino de la altura de quienes la ocupan. Y si los legisladores no alcanzan el nivel que la historia les exige, quizá haya que recordarles que la tribuna no les pertenece: pertenece a los ciudadanos que todavía, ingenuos, tercos o soñadores, confían en que la democracia se discutirá con ideas, no con empujones.
En conclusión, lo que vimos en el Senado no es un accidente aislado, sino el retrato incómodo de una clase política que confunde el poder con la prepotencia (¡qué raro!) y la representación con la bravuconería. La patria necesita llaves que abran el diálogo, no llaves al cuello.
JALISCO
Política opaca en Jalisco

– Luchas Sociales, por Mónica Ortiz
La corrupción es un mal que aqueja a nuestro país. Se posiciona en un estatus de privilegio y poder, y se crea y crece mediante la simulación política. Los escándalos alrededor de personajes con privilegios no merecidos, que viven de lo heredado y que lideran grupos políticos para agrupar a su gente en lugares clave, nunca han traído ni traerán ningún beneficio a la sociedad. Por el contrario, son grupos poderosos que por años mantienen su dominio sin buscar el beneficio de la comunidad.
En México, la corrupción de la clase política es un tema grave. Aunque la solución existe bajo el concepto de la ética e integridad en el servicio público, que dan como resultado buenas prácticas y transparencia, erradicar las malas prácticas y simulaciones de los gobiernos y de la clase política es una labor conjunta de la sociedad y una cuestión de conciencia individual.
Actualmente, Movimiento Ciudadano gobierna Jalisco y enfrenta dos situaciones de pago de nómina y contratación opaca, temas de corrupción que deben ser tratados por su nombre y con sus consecuencias. El combate a los actos de corrupción es un deber y una obligación de la sociedad y de los gobiernos en turno.
Ahora, se expone en redes sociales y medios de comunicación el caso de la exalcaldesa del municipio de San Pedro Tlaquepaque, María Elena Limón, quien cobra en la nómina del Gobierno del Estado la cantidad de setenta y ocho mil pesos mensuales. Además de ser un acto de corrupción, estos son salarios que en este país superan por mucho el promedio, que es de doce a quince mil pesos para la clase trabajadora.
Mientras un gran sector marginado de la clase trabajadora gana un salario mínimo de 278 pesos diarios e intenta vivir con él en un Jalisco caro en impuestos y servicios, la exalcaldesa gana 2 mil 600 pesos diarios. Este personaje político, con liderazgo en el municipio, goza del privilegio de ganar casi diez salarios mínimos al día, quizás porque en etapa electoral puede aportar votos y por su posición política dentro del partido Movimiento Ciudadano.
Habría que sumarle a este caso el de la exconductora de televisión Elizabeth Castro, quien también en esta administración cobraba en el SIAPA sin perfil técnico ni asistencia. En este caso reciente, falta observar su proceso de jubilación en Pensiones del Estado para transparentar y constatar que, si bien ya no puede figurar en nómina gubernamental, su ventaja política no se mantenga con una pensión dorada.
Sin duda, estos son dos casos de corrupción e impunidad que deben salir a la luz pública. Erradicar políticas como estas y ser gobiernos congruentes con la realidad y con el combate a la corrupción es la única manera de mantener una percepción social sana.
La sociedad ha cambiado en las últimas tres décadas; ya no idolatra a los políticos, ahora exige gobiernos abiertos y transparentes. Por lo tanto, debe ser decisivo que los gobiernos y partidos actuales erradiquen viejas y nefastas prácticas. Intentar perpetuar liderazgos con favores políticos, nombramientos por amistad o estrategia, y permitir que personajes cobren salarios absurdos sin trabajar, son actos de corrupción y sin defensa. Esta política gubernamental opaca y contradictoria demuestra que los privilegios son producto de la corrupción, no del mérito.
Pero esto no para aquí, estimado lector. Mientras existan escándalos y señalamientos de estas prácticas que desvirtúan la política jalisciense y a los gobiernos en turno, deberemos poner especial atención en la lista de personas que cobran nóminas jugosas del erario público a cambio de situaciones opacas o estatutos incomprensibles para la sociedad. Estos son, además, actos de abuso y corrupción.
Demandar que los gobiernos se comprometan con la transparencia y la rendición de cuentas es un derecho. Evaluar si un acto que genera opacidad es un aviso de una administración corrupta debe darnos la capacidad de analizar las próximas campañas electorales. Es nuestro deber premiar o castigar a los partidos y grupos políticos, ya que ellos no tienen el verdadero poder del cambio, sino el votante.
Es importante que todo lo que tenga tinte de corrupción salga a la luz y que quienes se benefician de ella no tengan regreso a los gobiernos de nuestro Jalisco. La exigencia social es lo que debe encarrilar a los gobiernos que pretenden simular y gastar el presupuesto público para mantener favores.
Jalisco tiene un cúmulo de necesidades, entre ellas la transparencia y la rendición de cuentas. Es fundamental que los gobiernos y la clase política comprendan que están en esos puestos por el favor del voto, no para atender favores de terceros.
NACIONALES
El ocaso del rebelde

– Opinión, por Iván Arrazola
El poder, ese viejo escenario donde se forjan héroes y se consumen rebeldes, suele desnudar la verdadera esencia de quienes lo alcanzan. A lo largo de la historia, ha sido capaz de transformar ideales en privilegios y convicciones, en concesiones.
En México, pocos casos ilustran mejor esta metamorfosis que el de Gerardo Fernández Noroña: el opositor combativo que enarbolaba la rebeldía como bandera y que, con el tiempo, terminó convertido en el mismo tipo de político al que solía denunciar.
En este sentido, desde sus tiempos como opositor, lo que dio a conocer al senador Fernández Noroña fue su actitud combativa y su rebeldía. Era el tipo de político capaz de hacer una huelga de hambre ante una decisión injusta del gobierno, el personaje que abiertamente criticaba los excesos de la vieja clase política: sus privilegios, sus viajes y el lujo en el que vivían.
Esa faceta crítica y contestataria la expresó también en episodios como su negativa a pagar el IVA en los supermercados, acciones que ponían en aprietos a trabajadores que, en realidad, poco podían hacer para cambiar los precios.
Sin embargo, todo cambió cuando López Obrador lo incluyó entre las llamadas corcholatas presidenciales. A partir de ese momento, el activismo callejero que había caracterizado a Fernández Noroña se transformó. De la noche a la mañana, subió varios peldaños y se convirtió en parte de la nueva élite política.
Así, cuando fue nombrado presidente de la Mesa Directiva del Senado, su estilo ya no fue el de un perfil austero. Los viajes en primera clase, las salas premier en aeropuertos y los vehículos de lujo pasaron a ser parte de su nueva realidad. Paradójicamente, el mismo político que antes presumía su cercanía con el pueblo y despreciaba a los elitistas, pronto cayó en excesos inconcebibles para alguien que se asumía contestatario. Incluso utilizó al Senado como espacio para exigir que un ciudadano se disculpara públicamente por haberlo insultado en un aeropuerto.
El contraste es aún más evidente si se recuerda que durante años criticó la corrupción de panistas y priistas, y denunció las injusticias contra el pueblo. Ahora, en cambio, mostró una sorprendente falta de sensibilidad.
Respecto al rancho de Teuchitlán, Jalisco, por ejemplo, minimizó la gravedad de lo ocurrido al afirmar que solo se trataba de cientos de pares de zapatos, negando que hubiera indicios de reclutamiento o atrocidades. En otros tiempos, probablemente habría exigido justicia y acompañado a las víctimas.
De igual modo, cuando surgieron señalamientos contra el coordinador de su bancada por vínculos de su secretario de seguridad con el crimen organizado, Noroña llegó incluso a cuestionar la existencia del grupo criminal involucrado. En otra época habría pedido el desafuero del implicado; hoy, en su nueva faceta, resulta difícil imaginarlo asumiendo una postura crítica.
No obstante, sus últimos días como presidente del Senado estuvieron marcados por un cúmulo de escándalos. Investigaciones periodísticas revelaron que era dueño de una casa de 12 millones de pesos.
Aunque intentó justificar la compra con un crédito, sus ingresos como senador y las supuestas ganancias de su canal de YouTube, rápidamente especialistas desmintieron que pudiera generar los 188 mil pesos que asegura el senador. Con soberbia, declaró: “Yo no tengo ninguna obligación personal de ser austero”. Incluso se ventiló que recibe donaciones ilegales a través de sus transmisiones en redes sociales.
En ese torbellino de acusaciones ocurrió un episodio que pudo haberle devuelto algo de legitimidad, pero que terminó mostrando que se trata de un político que vive el privilegio: el enfrentamiento con el líder nacional del PRI. Aunque al principio la conversación mediática giró hacia la agresión que sufrió junto a uno de sus colaboradores, el caso pronto escaló.
El Ministerio Público acudió de inmediato al Senado a tomarle declaración, mientras miles de personas comunes siguen sin obtener justicia pronta y expedita. Esa diferencia de trato encendió aún más las críticas.
La polémica creció cuando la jefa del Estado intervino, acusando a Alejandro Moreno y a la oposición de actuar como porros. En lugar de llamar a la prudencia y a la concordia, reforzó la confrontación y desvió la atención al señalar que la prensa se fijaba más en la casa de Noroña que en las acusaciones de la DEA contra García Luna.
El caso de Fernández Noroña ilustra crudamente lo que sucede cuando los principios se subordinan al poder, ya sea porque este transforma a las personas o porque desde el inicio solo fue una estrategia para alcanzarlo. Hoy, las condenas a la violencia en el Senado son unánimes.
Lo que no parece merecer la misma indignación es la incongruencia. El régimen insiste en convencerse a sí mismo de que “no son iguales”, pero en los hechos muestran que sí lo son o, lo más inquietante, que pueden incluso superar a aquello que juraron combatir.