NACIONALES
La contrarreforma de la 4T

Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //
Sin duda, al presidente le gusta cumplir sus compromisos públicos, en ello funda la legitimidad de su imagen y son, por lo visto, el eje de muchas de las definiciones sustanciales que han dado personalidad al régimen. La vehemencia y tozudez para llevarlos a cabo lo ha puesto incluso al borde de la irracionalidad y del sentido común, pues no hay espacio para la reflexión crítica sobre su viabilidad, basta con que tengan lógica y se asocien con aspiraciones o prejuicios colectivos.
Los famosos programas sociales, ejes rectores de su política, consumen parte importante del presupuesto sin que hasta la fecha se tenga una evaluación real de su impacto en las causas que los originan y no solo en lo electoral, en la política clientelar, en lo que por cierto ya tuvieron una experiencia negativa en la Ciudad de México y zona metropolitana.
No debe ser fácil para los secretarios de hacienda que ha tenido, tres hasta la fecha, hacer que el presupuesto se ajuste a los deseos del presidente. Con las dos empresas productivas del Estado, PEMEX y CFE, consumiendo más recursos que los que aportan, y los fondos de contingencia y equilibrio presupuestal agotados, mantener el equilibrio fiscal con déficit reducido y proveer de recursos a los proyectos presidenciales, requiere de verdaderas acrobacias presupuestales.
Mantener la suficiencia de recursos para los programas sociales ha implicado que la planeación y el ejercicio del gasto en actividades sustantivas como la educación y la salud, el mantenimiento de la infraestructura gubernamental, en comunicaciones y otras áreas, se vea disminuido, con el consiguiente impacto en la capacidad de atención institucional.
Es notoria también la ausencia de proyectos de alto impacto diferentes a los que impulsa la decisión presidencial. Tren Maya, Aeropuerto de Santa Lucía, Ferrocarril Transistmico, Refinería de Dos Bocas, son altos consumidores de recursos que no necesariamente han salido de los ahorros que por la supuesta austeridad habrían de obtenerse.
Este renglón, el de la austeridad, ha sido un buen argumento retórico más que un plan ordenado de gobierno. En el fondo es la prestidigitación de los Secretarios de Hacienda la que obliga a hacer más con menos, pues es evidente que el presupuesto está sostenido por alfileres y la deuda gubernamental amenazada por la posible alza de intereses de la Reserva Federal USA.
En 2020, la deuda de México representó el 52.4% del PIB, una cifra histórica, en 2019 el nivel fue de 45.1%, y el FMI proyecta que suba a 63% del PIB a finales de este año. Además, el costo de esta deuda o pago por intereses representó el 3% del PIB, el nivel más alto registrado desde el año 2000, llevándose una proporción del 11.4% del presupuesto de egresos en 2020. Si sumamos a esto que el gasto en desarrollo social significó el 63.6% del gasto programable, hace un grueso 75% del gasto gubernamental.
Por otra parte, la inversión pública ha decrecido y durante 2020 significó solo el 2.8% del PIB y esto aunado a la recelosa actitud de la inversión privada, necesariamente habrá de repercutir en el crecimiento de la economía con la consecuente baja en la recaudación, que según se ha anunciado habrá de concentrarse en una nueva miscelánea fiscal con cargas crecientes a los grandes contribuyentes.
En tiempos del “echeverrismo” se dijo que la política económica se hacía en Palacio Nacional y no en los ámbitos hacendarios y las consecuencias resultantes las vivimos por el resto del Siglo XX; hoy parece que estamos en condiciones similares.
El Banco de México, con su autonomía ha mantenido la inflación en términos aceptables y mucha de la estabilidad financiera se debe al escrupuloso manejo de las variables económicas para mantener el equilibrio. Por eso es atemorizante que el reducto orgánico, sensato y técnicamente irreprochable, vaya a ser colonizado por el titular del ejecutivo para el cual no existe el largo plazo ni la planeación, solo objetivos inmediatos de corte eminentemente político electoral.
La llamada cuarta transformación ha sido en la realidad una contrarreforma, una obstinada intención de destruir las instituciones creadas por un proyecto orgánico de largo plazo.
Debe reconocerse que aún no ha habido tiempo para ver los efectos de las reformas llamadas neoliberales y que el lento desarrollo no permitió reducir en forma inmediata la desigualdad y aminorar los efectos de la pobreza, pero a la vez reconocer, que a tres años de haber reorientado el gasto social y modificado la estructura de atención, tampoco se han tenido resultados sobresalientes.
Apreciar los costos que ha ocasionado la contra reforma presidencial no resulta fácil entre el ruido mediático en el que se esconden y que además, la pandemia ha resultado el pretexto fácil para justificar el avance negativo de la economía. La retracción de la inversión, la reducción dramática de la capacidad de atención institucional, el desorden administrativo que priva en la ejecución de los programas sociales, la falta de atención a la seguridad ciudadana, y sobre todo, la precaria situación de las finanzas públicas, tendrá mayores costos a futuro. Malos tiempos vendrán si no encuentra el gobierno como incrementar sus ingresos, la cobija es chica y ya no hay de donde estirar.
NACIONALES
Menos pleito, más estrategia: La nueva frontera del derecho fiscal

– A título personal, por Armando Morquecho Camacho
Ronald Reagan solía decir, con su característico humor político, que “la visión gubernamental de la economía puede resumirse en unas cortas frases: «Si se mueve, póngasele un impuesto. Si se sigue moviendo, regúlese, y si no se mueve más, otórguesele un subsidio».
Sin embargo, más allá del tono irónico, esta frase encierra una verdad profunda: el Estado, para sostenerse, necesita recursos, y esos recursos provienen de la actividad económica, y cuando la recaudación se ve mermada por la litigiosidad de los contribuyentes, el gobierno busca ajustar las reglas del juego.
Por eso, las nuevas reformas en materia administrativa y fiscal deben entenderse justamente desde esa perspectiva: el fortalecimiento de la capacidad recaudatoria del Estado. Se trata de una reforma con enfoque pragmático —no ideológico— que busca reducir la enorme cantidad de litigios fiscales que, durante años, han terminado por retrasar o impedir el cobro efectivo de créditos fiscales. Pero detrás de ese propósito se esconden grandes transformaciones que modificarán la forma en que los abogados deberán concebir su trabajo.
Hasta ahora, el sistema ofrecía un amplio margen para impugnar actos administrativos y fiscales, incluso en etapas donde la deuda ya había sido determinada o estaba en vías de ejecución. Muchos litigantes aprovecharon ese espacio para prolongar procedimientos y ganar tiempo, a veces de manera legítima, a veces con fines dilatorios.
Las nuevas disposiciones buscan cerrar esas puertas. De acuerdo con las modificaciones, será improcedente el recurso administrativo cuando se interponga contra actos que exijan el pago de créditos fiscales determinados en resoluciones liquidatorias ya impugnadas, y que hayan quedado firmes por resolución de una autoridad competente.
Esto, en la práctica, implica que una vez que un crédito fiscal ha quedado firme, no habrá posibilidad de reabrir el debate mediante nuevas vías o recursos. El Tribunal Federal de Justicia Administrativa (TFJA) también ve limitada su competencia en este sentido: conocerá los juicios promovidos contra resoluciones definitivas o actos administrativos en los que se determine una obligación fiscal o se establezcan bases para su liquidación, pero no podrá hacerlo tratándose de créditos fiscales ya determinados, firmes o prescritos bajo resolución de autoridad competente. En otras palabras, lo decidido, decidido está.
A simple vista, esta medida parece técnica, casi burocrática. Pero su efecto será profundo, ya que significa que el litigio ya no podrá usarse como una herramienta para “ganar tiempo” o renegociar la deuda, y que las estrategias defensivas deberán concentrarse en etapas mucho más tempranas. En consecuencia, la abogacía administrativa y fiscal entrará en una nueva era, una donde la prevención y la técnica serán los ejes fundamentales.
El abogado del siglo XXI —al menos el que quiera sobrevivir en el nuevo contexto— tendrá que dejar de ser un simple “apagafuegos” y convertirse en un verdadero estratega. Ya no bastará con presentar un recurso o una demanda una vez que la autoridad ha actuado: el trabajo deberá comenzar antes, desde la asesoría preventiva, la planeación de las operaciones, la revisión del cumplimiento normativo y la detección de posibles contingencias.
Esta transformación no debe verse como una amenaza, sino como una oportunidad para profesionalizar la práctica jurídica. Durante años, el litigio administrativo se convirtió en una especie de zona gris donde las estrategias procesales se mezclaban con la improvisación, y donde el exceso de facilidades terminó por generar incentivos perversos: autoridades lentas, procesos interminables y créditos que, aunque válidos, quedaban sin cobrarse.
Desde luego, todo cambio genera resistencias. Habrá quienes argumenten que estas reformas restringen derechos o limitan el acceso a la justicia. Pero conviene recordar que el acceso a la justicia no es sinónimo de litigios eternos. La justicia también requiere certeza, y esa certeza solo puede existir cuando las resoluciones se respetan.
En ese sentido, lo que las reformas proponen no es cerrar puertas, sino delimitar los caminos. Si el procedimiento se agota y la resolución queda firme, el Estado debe tener la capacidad de cobrar, y el contribuyente, la certeza de que el proceso ha concluido.
Además, estas medidas podrían tener un efecto saludable en el propio ecosistema jurídico. Se elevará la exigencia técnica de los procedimientos, y se elevará también la calidad del trabajo profesional. El abogado que no se actualice quedará fuera de juego. La litigiosidad artificial, basada en formularios o impugnaciones genéricas, ya no tendrá cabida.
En cambio, habrá espacio para quienes sepan construir argumentos sólidos, detectar errores sustantivos en los actos de autoridad, de tal forma que la diferencia entre ganar y perder estará en los detalles, en la precisión jurídica y en la capacidad de anticipar escenarios.
En el fondo, este cambio refleja algo más grande: la evolución del Estado mexicano hacia un modelo más moderno de gestión fiscal. Un Estado que no puede cobrar lo que le corresponde es un Estado débil. Pero un Estado que cobra sin respetar el debido proceso es un Estado injusto. El equilibrio entre eficiencia recaudatoria y garantía de derechos será la clave de este nuevo periodo. Y ese equilibrio dependerá, en gran medida, de la preparación de los profesionales del derecho y de su compromiso con la técnica.
La realidad es que estamos entrando en una etapa en la que el abogado ya no puede limitarse a reaccionar. Su papel será, cada vez más, el de un asesor integral que combine conocimiento jurídico, visión económica y comprensión de la lógica institucional. Lo que se mueve —como diría Reagan— será gravado o regulado, pero lo que no se mueva, quedará fuera del mapa. Y en ese nuevo orden, solo sobrevivirán quienes sepan adaptarse.
Las reformas al procedimiento administrativo no son solo una modificación de artículos: son una declaración de intenciones. El Estado busca fortalecer su recaudación, pero también enviar un mensaje claro: los litigios deben ser excepcionales, no la regla. Quienes sepan entender esto, encontrarán oportunidades donde otros verán restricciones. Pero, al final, el derecho no se trata solo de oponerse, sino de comprender el cambio, anticiparse a él y convertirlo en una ventaja.
México está redefiniendo la relación entre el contribuyente, la autoridad y el abogado. Lo que viene exigirá más conocimiento, más estrategia y, sobre todo, más responsabilidad. No es el fin del litigio; es el principio de una nueva forma de ejercerlo. Y en ese terreno, el abogado que entienda que la prevención es la nueva defensa, será el que marque el rumbo.
NACIONALES
Como anillo al dedo

– Opinión, por Ramiro Escoto Ratkovich
La tragedia de las inundaciones no ha hecho más que beneficiar al gobierno de Claudia Sheinbaum Pardo, cuando estaba en la palestra el tema de los señalamientos de enriquecimiento ilícito del José Ramiro López Obrador por sus ranchos en Tabasco, así como el ganado del aficionado número uno del futbol en el senado, Adán Augusto López, los viajes en jet privado y la casa de 12 millones de Gerardo Fernández Noroña, entre otros, con una gran cortina de humo suficiente también para cubrir mientras la distracción continúa, la votación a favor de los nuevos impuestos, así como el endeudamiento para el próximo año, concedido por la mayoría en el Congreso.
La tormenta perfecta tiene además a la zacatecana, gobernadora de Veracruz, Rocío Nahle, quien ha evadido su responsabilidad en las afectaciones y víctimas en ese estado, junto al presidente municipal de Poza Rica quien se evidenció con su omisión en la construcción de un dique, pero para ambos lo que ha ecistido es protección y ausencia de comentarios de parte del Gobierno de México, aunque para la titular del ejecutivo veracruzano, el pasado jueves hubo desaire, luego de que la presidenta recorriera varias zonas afectadas sin su presencia.
No hay dinero, y el país tiene suficientes pistas de circo como para que la gente se distraiga: en Michoacán agricultores tiran limones, mientras que en Jalisco los que siembran el maíz no han encontrado respuestas ni cumplimiento de la palabra al pago de sus cultivos; incluso volverían a tomar carreteras y accesos a grandes ciudades si las cosas no toman un curso justo para los campesinos.
La presidenta habla del incremento al IEPS en las bebidas azucaradas argumentando que es por salud, palabra que ha usado una y otra vez, a sabiendas de que ese dinero va a los compromisos no cumplidos, menos justo a la salud, donde no hay medicinas, producto de que no pagan las deudas con el sector farmacéutico, y el discurso se cae así nuevamente por falta de congruencia.
Escándalos como el de la titular de CONACYT, por su enriquecimiento y gasto millonario en trabajos y proyectos fantasma, como la vacuna patria, por ejemplo, o el del huachicol fiscal que sigue consumiendo fondos de un Pemex que mantiene México con gasolinas por arriba de los 25 pesos y Dos Bocas que gasta más delo que produce y vale.
Y qué decir de quien dirigía el FONDEN que ni los morenistas sabían que estaba con ellos tras su salida del PRI, y que ahora, en la narrativa lo ponen de ejemplo para que el partido revise los perfiles de quienes están en Direcciones y responsabilidades, con el fin de que cumplan con los requerimientos, conocimientos, pero sobre todo transparencia y honestidad.
El fracaso de Mexicana de Aviación que dejó de ser tema de presunción, porque la verdadera prensa ha develado el alto costo de un capricho del sexenio pasado que no deja de sorprender en deudas y pérdidas.
Los diputados ahora quieren gravar hasta los video juegos violentos, bajo un pretexto que sólo busca justificar la recaudación de impuestos, al más puro estilo de “Varguitas” en la ley de Herodes.
Bien decía el expresidente López Obrador, esta situación en el país le va como anillo al dedo en el tema de los distractores, mientras el plan C se desarrolla al amparo de una línea que advierte la manera en la que no saben de administración pública, atención a desastres y manejo de crisis.
Queda claro también que la improvisación tampoco ha sido su fuerte, cuando negaron que nadie les advirtió sobre las lluvias en 5 estados, mientras que CONAGUA lo informó el 9 de octubre en su reporte del tiempo, mismo que fue borrado de la memoria digital.
Así como la transparencia que fingen y luego silencian, como cuando la presidenta calló al secretario de Salud —como lo hizo con damnificados y afectados en Veracruz—, pero lo peor es que no hay oposición que pueda competir con la realidad que vivimos políticamente, y ese es justo el anillo que mejor le viene al dedo.
NACIONALES
Dos reportes y algo más

– Opinión, por Luis Manuel Robles Naya
El reporte de perspectivas económicas del Banco Mundial señala que existen importantes vientos en contra del crecimiento en nuestro país y en el mundo, derivados de tensiones comerciales y mayor incertidumbre política. Nos dice que, las débiles perspectivas limitan la capacidad para crear empleos y reducir la pobreza extrema. Contempla, además, una reducción de la inversión extranjera directa en las economías emergentes y en desarrollo, que agravan estas condiciones adversas.
La sugerencia: Para desbloquear la creación de empleo formal y el crecimiento a largo plazo, las reformas deben centrarse en aumentar la calidad institucional, atraer inversión privada, fortalecer el capital humano y los mercados laborales. Nada de eso se está haciendo.
Por su parte, el Fondo Monetario Internacional ha elevado su pronóstico de crecimiento para México a 1% en 2025, sobre la predicción de abril de este año que fijó en 0.3% debido a que las presiones arancelarias han sido menores de lo previsto y a que espera una recuperación de la economía estadounidense, esto desde el punto de vista macroeconómico. Sin embargo, este jueves, el mismo FMI señala que México registrará el mayor déficit fiscal para un primer año de gobierno en un registro de al menos 4 sexenios y la deuda neta gubernamental será la más alta desde el año 2006.
Para las calificadoras internacionales, la observación sobre el comportamiento de la deuda nacional es un punto de mayor importancia, pues muestra una tendencia creciente amenazando su grado de confianza. Las autoridades hacendarias mexicanas han hecho énfasis en que la deuda es perfectamente manejable y que no representa riesgos; sin embargo, el conjunto de la economía nos indica que puede llegar a niveles inmanejables.
El presupuesto de ingresos presentado al Congreso muestra claramente que el Estado necesita más recursos para superar el déficit que arrastra, estimado por el FMI en 4.9%, un punto porcentual por arriba de la estimación oficial mexicana, y denota que el ingreso dependerá del comportamiento fiscal y al parecer en el siguiente año será el consumo el que sostenga la dinámica económica y el ingreso fiscal.
Para que el gobierno recaude más, debe necesariamente que haber crecimiento y este solo será posible si aumenta la inversión, pero para que esta llegue el capital debe tener confianza y los últimos indicadores publicados por el INEGI demuestran que esta va a la baja tanto en el ámbito empresarial como en el consumidor.
En el noveno mes de este año, el indicador de confianza del consumidor sufrió un revés de 0.53 puntos respecto a septiembre de 2024, nueve caídas en su comparación anual. Por su parte el indicador de confianza empresarial, en términos anuales lleva también nueve caídas, pese a que en septiembre tuvo un avance de 0.11.
Hay reservas para que la inversión fluya y, además, el crédito privado también va a la baja ante la incertidumbre que representa un Poder Judicial más inclinado a la protección social que a la aplicación estricta de la ley.
La recomendación del Banco Mundial no debiera desecharse a la ligera ni desestimarse, el gobierno requiere consolidar sus avances políticos y mantener sus políticas distributivas, pero necesita a la par, incrementar sus ingresos fiscales y esos solo llegan con crecimiento, el cual se inhibe por las reformas que desnivelan el equilibrio entre los factores económicos y el Estado.
Es momento de darse cuenta de que la velocidad con que se implementaron las reformas sociales y políticas necesita una pausa para ordenar el concierto del Estado Mexicano, que no es sólo el gobierno. Con lo hecho, no hay nada que impida la presencia dominante del gobierno en la vida económica nacional y es tiempo de pensar en los límites necesarios para no ahogar a los actores y factores subordinados, sin los cuales las políticas sociales y redistributivas del ingreso no serán posibles.
El crecimiento permanecerá bajo también, si las restricciones al comercio internacional persisten por las barreras arancelarias impuestas en el sexenio anterior, y la incertidumbre política resulta como consecuencia de elecciones poco confiables por el dominio gubernamental de las instituciones electorales. Aunemos a lo anterior, que la inseguridad preocupa a las actividades económicas que requieren algo más que una baja en la tasa de homicidios.
El déficit gubernamental, el pago del servicio de la deuda y la creciente demanda de los programas sociales significan mayor estrés para las finanzas públicas, impedidas hoy de financiar el desarrollo. De no darse las expectativas de recaudación, la deuda seguirá creciendo sin que esos recursos tengan un fin productivo sino asistencial.
Las últimas disposiciones fiscales incrementan los impuestos al consumo y esto eleva los precios y dificulta el control de la inflación. No son buenas señales, pero el gobierno necesita dinero y de algún lado lo habrá de obtener, al menos ahora que no es año electoral.
NACIONALES
¿Y después de las reformas qué?

– Opinión, por Iván Arrazola
El resultado de la elección de 2024 fue, sin duda, sorprendente. Ni siquiera el más optimista de los simpatizantes del oficialismo habría anticipado una victoria con tales dimensiones. Aunque existen distintas interpretaciones sobre si esa supermayoría debió o no alcanzarla Morena y sus aliados, lo cierto es que, con las reglas vigentes, era difícil que el desenlace tuviera otra interpretación.
Desde entonces, el oficialismo ha sabido trabajar de manera cohesionada en la promoción de un amplio paquete de reformas que han transformado la estructura institucional del país. Sin embargo, esa capacidad de articulación abre hoy una nueva interrogante: ¿qué viene después de las reformas? ¿Cómo se sostendrá un modelo basado en la concentración del poder?
Estos cuestionamientos no son menores, las nuevas reglas para la elección del Poder Judicial, lejos de fortalecer la impartición de justicia, introducen incertidumbre y riesgo institucional. La falta de criterios claros, la curva de aprendizaje de los nuevos integrantes y la politización del proceso presagian un deterioro en la eficiencia judicial, un área que ya era objeto de fuertes críticas por parte de la ciudadanía.
A ello se suma la cuestionable selección de perfiles. En muchos casos, la experiencia y el conocimiento jurídico fueron relegados; lo prioritario era garantizar afinidad con el poder. La evidencia más clara de esta manipulación son los llamados “acordeones” que circularon durante el proceso, instrumentos que orientaban el voto hacia determinados candidatos. Este episodio quedará registrado como un ejemplo más de cómo se indujo la voluntad popular en favor de ciertos intereses.
Por otro lado, la reciente aprobación de la nueva Ley de Amparo refuerza la percepción de un gobierno que busca restringir los contrapesos. Al redefinir el concepto de “interés legítimo” y limitar quién puede ampararse frente a decisiones del Estado, el régimen acota la posibilidad de que los ciudadanos se defiendan de los abusos del poder.
Aunque el discurso oficial asegura que se trata de evitar privilegios para los poderosos, en la práctica estas modificaciones restringen el acceso a la justicia de los ciudadanos comunes y pueden utilizarse como herramientas de persecución política.
Frente a este panorama, surge una pregunta inevitable: ¿qué hará el gobierno una vez que haya consumado todas las reformas que se propuso? La última —y quizá la más significativa por su alcance y consecuencias— es la reforma electoral, un proyecto en el que tampoco se vislumbra apertura al diálogo ni posibilidad de acuerdos con la oposición. Todo indica que el oficialismo volverá a recurrir a su mayoría legislativa para imponer los cambios, utilizando la conocida aplanadora parlamentaria que ha caracterizado a este sexenio.
Entre las medidas más polémicas se encuentra la reducción del número de legisladores de representación proporcional, lo que implicaría una merma directa en la pluralidad política y en la representación de las minorías. A ello se suma la intención de modificar la forma de integración del órgano electoral encargado de organizar los comicios, abriendo la puerta a que sus integrantes sean electos bajo un esquema que favorezca la afinidad política con el gobierno.
Más allá de sus justificaciones, las reformas aprobadas se han impuesto sin los consensos mínimos con la oposición. El uso de la mayoría legislativa para aprobar transformaciones estructurales tiene un costo político: la falta de legitimidad y la erosión de la confianza institucional. La llamada “mayoría artificial” que permitió al oficialismo avanzar en su agenda ha sido cuestionada incluso por actores que reconocen la validez formal de las elecciones, pero advierten sobre el debilitamiento de los equilibrios democráticos.
Particularmente grave es el caso del Poder Judicial. La selección de ministros mediante mecanismos tan poco transparentes resta legitimidad a quienes asumen el cargo. Además, el proceso de aprobación estuvo acompañado de prácticas reprobables: en el caso de la reforma judicial, legisladores opositores fueron presionados para ausentarse de las sesiones, otros cooptados a cambio de impunidad.
En este escenario, un futuro gobierno de signo distinto podría cuestionar la legitimidad de las instituciones y de las decisiones surgidas bajo estas condiciones. Incluso podría llegar a desconocer resoluciones judiciales, alegando que provienen de un poder constituido de manera irregular. De ocurrir, México enfrentaría una crisis institucional de gran magnitud.
El oficialismo parece no advertir que ningún poder es eterno. Las decisiones tomadas sin diálogo, sin contrapesos y sin respeto a la pluralidad tienden a revertirse con el tiempo. En una democracia, las reformas requieren negociación, gradualidad y legitimidad; cuando se imponen, generan resistencias y, tarde o temprano, serán revisadas o anuladas.
Por ello, al régimen actual le convendría construir puentes con la oposición con la que se han negado a negociar. De lo contrario, las mismas reformas que hoy consolidan su poder podrían convertirse mañana en el origen de su desgaste político y en el punto de partida de una nueva etapa de cambios.