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OPINIÓN

El partido de las regiones: Ucrania vs Rusia, una pugna de identidad

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A título personal, por Armando Morquecho // (Segunda parte)

La semana pasada tuve la oportunidad de abordar algunos puntos de carácter histórico para profundizar un poco más en este conflicto militar y diplomático que tiene al mundo entero alerta y cuyas raíces son profundas y van más allá de los intereses económicos que tienen algunos involucrados como Estados Unidos.

En esta ocasión, dando seguimiento a los antecedentes del conflicto que hoy se desarrolla en la frontera que divide a estos dos países, me enfocaré un poco más en los antecedentes de conflicto más recientes y que además, podríamos considerar como el génesis de todo este problema que está a una llamada telefónica, ya sea del Kremlin o de la Casa Blanca, de salirse de control.

Si bien recuerdan, la semana pasada en las páginas de este medio señalé que la caída de la Unión Soviética a finales del Siglo XX, aunque para muchos fue un triunfo de la democracia, para otros fue una crisis ya que muchas personas que se identificaban a sí mismas como rusas, quedaron «atrapadas» en países como Ucrania, que con el paso de los años establecerían dentro de sus fronteras una serie de valores que les permitirían establecer y fortalecer una idea de identidad nacional liberada de los fantasmas, y aunque esto fue bien recibido por la mayoría de los habitantes del país hubo sectores que se oponían firmemente a esto.

En el caso de Ucrania, pese a que a diferencia de Kazajistán o Bielorrusia, ha tratado de marcar una mayor autonomía política de Rusia, el importante número de personas que se identifican con la etnia rusa (17%) facilitó la creación de partidos políticos prorrusos, como el Partido de las Regiones, que más adelante, sería determinante en los conflictos políticos y sociales del país.

Es fundado el 26 de octubre de 1997 bajo el nombre de Partido del Renacimiento Regional de Ucrania hoy Partido de las Regiones se presentó en el escenario público como una opción política capaz de defender los derechos de la etnia rusa en Ucrania.

Con el paso de los años y después de una profunda reforma y de varios acuerdos políticos con importantes actores del medio, el Partido de las Regiones logró cosechar importantes triunfos tras concentrar su trabajo en las regiones denominadas como ‘’Nueva Rusia’’, así como en el este y el sudeste del país.

Pese a su importante expansión, como a todo partido político que nace de la oposición, su proyecto requirió tiempo, paciencia y recursos amablemente donados por aquellos con un especial interés en llevar sus proyectos ideológicos prorrusos a los espacios públicos más importantes del país.

Es así que para el 2004 el partido ya sería un protagonista en el escenario político y tras ‘’revolución naranja’’ que provocó un recuento de votos, la candidatura presidencial del partido encabezada por Víktor Yanukóvich (en ese entonces primer ministro) lograría tener un segundo lugar, lo cual lejos de representar una derrota, le dio al partido un triunfo político ya que lograron que la ciudadanía pusiera en duda la legitimidad del régimen actual y que además, consideraran la urgente necesidad de un cambio político en el corto plazo.

Años después, y tras consolidarse con mayoría en la Rada Suprema, en el 2010, después de unas elecciones algo controversiales, el partido prorruso logró llegar al poder con la candidatura del mismo Víktor Yanukóvich, convirtiéndose así en la primera fuerza política del país.

Su gobierno fue polémico, pero la gota que derramó el vaso tuvo lugar en el 2013, cuando debido a las presiones económicas de Rusia y su influencia en Ucrania, el gobierno de ese país anunció que suspendían el proceso de firma del Acuerdo de Asociación con la Unión Europea.

No mucho tiempo después, este anuncio, aunado hartazgo que existía entre la población por el deterioro del estado de derecho, de los valores democráticos y de los ideales de soberanía nacional, provocarían el surgimiento de la Revolución de la Dignidad, mejor conocida como Euromaidán, movimiento social encabezado por universitarios, que tras 4 meses de presión y de fuertes manifestaciones y disturbios logró derrocar al entonces presidente ucraniano, dándole un final político bastante poético, ya que resulta peculiar que quien creció gracias al malestar generalizado de la población materializado en movimientos sociales, encontraría su fin en otro movimiento de la misma naturaleza.

No obstante, tal y como lo mencioné en la columna de la semana pasada, nada de esto evitó que el gobierno ruso cumpliera con lo que parecía ser su verdadero objetivo: anexionarse la Península de Crimea. De hecho, pareciera que ellos esperaban con más ansias la remoción del cargo del presidente, ya que cuando ésto se concretó, desplegaron tropas en Crimea bajo el argumento de que Ucrania era un estado fallido, adjudicándose así un importante triunfo en su avanzada contra occidente.

En este orden de ideas y atendiendo a los acontecimientos históricos entre estos territorios, creo que vale la pena que la comunidad internacional, especialmente Estados Unidos analicen este conflicto con mayor frialdad, ya que solo de esta manera, podrán desentrañar el verdadero objetivo de Rusia.

En el 2014, mientras la comunidad internacional monitoreaba con detenimiento lo sucedido durante el Euromaidán motivado por la presión de Rusia para suspender un acuerdo de colaboración entre Ucrania y la UE, el Gobierno de Vladimir Putin tejía bajo la mesa la que era su verdadera jugada.

Probablemente hoy, en el terreno político hay en juego algo más que la inconformidad del Gobierno Ruso por las negociaciones entre Ucrania y la OTAN, tal vez la clave sea el Nord Stream 2, o tal vez no, tal vez haya algo más, y en ese sentido, el reto de Estados Unidos y de sus aliados es analizar una y otra vez el tablero tanto político como geopolítico, y por ende, tal vez no sería descabellado que voltearan a ver a otro actor en este juego de intereses: China, país con el que Vladimir Putin ha estrechado lazos en las últimas semanas.

Quiero insistir en que este conflicto es complejo pero no solo por estos antecedentes que acabo de mencionar, sino porque todo parece indicar que Ucrania se ha convertido, como en su momento lo fueron Corea, Alemania, Vietnam y Cuba, en un territorio sobre el cual las potencias mundiales pueden desahogar libremente sus conflictos políticos y económicos producto de este eterno conflicto entre Occidente y Oriente.

Mucho se ha hablado de como este conflicto puede traer grandes cambios en el orden mundial, pero creo que valdría la pena que, una vez identificados los intereses de cada actor, el problema se abordara desde una óptica más humana, ya que si hacemos ese ejercicio, sería fácil entender que los principales afectados por este conflicto son los ucranianos, no Estados Unidos o Rusia, por ello, cualquier posible solución a este conflicto, debería partir de una estrategia pensada en términos humanitarios y no financieros o políticos.

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MUNDO

Irán e Israel, el precio de la polarización sin mesura

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

En 1962, el mundo contuvo el aliento durante trece días. Estados Unidos y la Unión Soviética se enfrentaron en el clímax de la Guerra Fría, cuando la instalación de misiles soviéticos en Cuba puso al planeta al borde de una guerra nuclear.

Lo que evitó la catástrofe no fue una superioridad militar ni un milagro diplomático. Fue algo mucho más básico: la prudencia. John F. Kennedy y Nikita Jrushchov, a pesar de ser enemigos ideológicos, entendieron que no había victoria posible en un conflicto total. Tuvieron miedo. Y ese miedo los hizo sensatos.

Hoy, más de seis décadas después, el mundo se asoma a una confrontación entre Irán e Israel que podría tener consecuencias igual de devastadoras, pero con una diferencia alarmante: el miedo ha sido sustituido por la arrogancia. En lugar de liderazgos sobrios y calculadores, tenemos figuras atrapadas en sus narrativas de fuerza, honor y venganza. Y el resultado es un escenario donde la guerra parece más deseable que la diplomacia, y donde el cálculo político ha sido sustituido por la polarización ideológica más brutal.

El reciente conflicto entre Irán e Israel ha escalado a niveles inéditos. En los últimos días, Irán lanzó más de 300 misiles y drones hacia territorio israelí, atacando ciudades como Tel Aviv, Haifa y Beersheba. Uno de los blancos fue el Soroka Medical Center, dejando al menos 40 heridos.

Israel respondió bombardeando instalaciones clave del programa nuclear iraní, como el reactor de Arak y centros de investigación en Teherán. No fue una escaramuza táctica, fue una declaración abierta de confrontación. Fue, como ha titulado un medio internacional, “una semana de guerra total”.

¿Por qué ha estallado esta violencia? La raíz es profunda y compleja, pero puede resumirse en dos factores: un conflicto histórico no resuelto y una polarización política sin precedentes. Desde la Revolución Islámica de 1979, Irán ha adoptado una postura frontal contra Israel, al que no reconoce como Estado legítimo.

Por su parte, Israel ha seguido una doctrina de seguridad nacional basada en la disuasión absoluta: impedir a toda costa que Irán obtenga capacidad nuclear. La desconfianza es mutua, histórica y, sobre todo, alimentada por liderazgos que se han construido a partir del antagonismo.

Lo que antes era una “guerra fría” regional, ahora es una confrontación abierta, con la agravante de que la comunidad internacional parece incapaz de contenerla. Estados Unidos ha condenado los ataques iraníes y considera una intervención directa si sus intereses son amenazados. Francia, Alemania y el Reino Unido han hecho llamados urgentes a la diplomacia. António Guterres, secretario general de la ONU, ha rogado por una desescalada. Pero mientras los diplomáticos emiten comunicados, los misiles siguen cayendo.

Este es el punto clave: en la Guerra Fría, a pesar del armamento nuclear y la tensión constante, existían mecanismos de contención. Había doctrina, había equilibrio, y sobre todo, había líderes conscientes del poder que tenían en sus manos. Hoy, en cambio, el tablero está dominado por personajes que gobiernan desde la polarización. En Israel, Netanyahu representa una derecha nacionalista que ha hecho del enemigo externo una parte esencial de su legitimidad. En Irán, el régimen teocrático radicaliza su discurso para mantener el control interno y proyectar fuerza en la región. Ambos operan desde trincheras ideológicas. Ninguno está dispuesto a ceder, porque ceder es visto como traición.

El gran peligro de este momento no es solo militar, es político. Estamos viendo cómo los liderazgos contemporáneos están dispuestos a jugar con fuego para sostener narrativas polarizadas. Ya no se trata de geopolítica, se trata de identidades. Ya no se trata de proteger ciudadanos, se trata de ganar guerras simbólicas.

Esa es la diferencia sustancial con la Guerra Fría: entonces, los actores principales sabían que había límites. Hoy, los límites son difusos, porque la polarización no admite grises. Se está con “nosotros” o con “ellos”. Punto.

Y esa lógica es profundamente peligrosa. Porque cuando el adversario se convierte en enemigo absoluto, cualquier medida se justifica. Cuando el discurso se basa en la eliminación del otro y no en la coexistencia, los puentes se dinamitan. La polarización no es una simple diferencia de opinión, es una maquinaria que deshumaniza y justifica la violencia.

Este conflicto entre Irán e Israel no se entiende sin reconocer ese trasfondo: los gobiernos de ambos países han alimentado durante años una narrativa excluyente, extremista y, en última instancia, suicida.

Pero esta polarización no se limita a los protagonistas directos. También se refleja en cómo el mundo reacciona. Hay países que justifican a Irán bajo el argumento de la lucha contra el imperialismo, y otros que justifican a Israel como único bastión democrático en Medio Oriente. El análisis se reduce a eslóganes. Se elige un bando y se defiende a ciegas, sin matices. Esta dinámica multiplica el conflicto. Lo alimenta. Lo hace más difícil de resolver.

La guerra, entonces, deja de ser el fracaso de la política, y se convierte en la política misma. Y eso es lo verdaderamente inquietante. En lugar de buscar formas de desactivar el conflicto, muchos gobiernos, medios y líderes de opinión lo encuadran como una batalla inevitable. Como si los pueblos no tuvieran otra opción que pelear hasta el final. Como si la diplomacia fuera una debilidad.

En este punto debemos hacernos una pregunta urgente: ¿qué se necesita para frenar esta locura? La respuesta no es sencilla, pero empieza por recuperar algo que hoy parece casi olvidado: la responsabilidad política. Necesitamos liderazgos que entiendan el peso de sus decisiones, que piensen más allá del próximo tuit, del siguiente ciclo electoral o del aplauso fácil. Líderes que hablen con sus adversarios, que acepten la legitimidad del otro y que asuman que la paz se construye, no se impone.

El conflicto entre Irán e Israel no será el último. Pero puede ser un punto de inflexión. Puede ser el momento en que la comunidad internacional entienda que la polarización mata. Que la guerra no siempre es evitable, pero que muchas veces es provocada por la arrogancia, la ceguera ideológica y la cobardía de no hablar. Y que cuando se cruza cierto umbral, no hay marcha atrás.

Kennedy y Jrushchov supieron contenerse porque sabían que no había ganadores en una guerra nuclear. Hoy, deberíamos recordarlo. Porque quizás lo que más falta hace en este siglo XXI no es más armamento, ni más poder, ni más sanciones. Lo que falta es mesura. Y, sobre todo, miedo. El miedo sano de quienes saben que, si no paran, todo puede desaparecer.

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JALISCO

Los dos Pablo Lemus

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Opinión, por Fernando Plascencia //

Pablo Lemus será recordado por ser el empresario que llegó a ser gobernador de Jalisco. Carismático para algunos, buenondés para otros o con exceso de romantizar el trabajo político. No sabemos si se cumple la vieja teoría platónica que sostiene que, si los mejores no gobiernan, estamos destinados a que lo hagan los peores.

Lo que sí muestra – como una forma central de su estilo – es el diálogo con las partes y esto es una continuidad de sus anteriores aventuras municipales, porque ya sabíamos que en sus redes sociales encontraríamos autoelogios.

Su empresariado se ha visto disminuido con su labor política, ello se debe a que poco sabemos de sus negocios. Empresario desde joven, heredó una tienda de instrumentos musicales por parte de su familia; su padre nunca estuvo cerca de la política, pero eso le permitió sentarse en mesas con otros empresarios y, por qué no, con políticos. Se le vio con una labor de presidir a los patrones, que si bien o mal, logró romper con ese esquema y colarse en la clase, que no se siente muy de ella, pero que le rodea.

En la esfera de la política, a decir verdad, Lemus no es el tipo de actor que requiere de un rival. Alfaro lo requería para su supervivencia política y mediática; el propio Andrés Manuel, lo llevó al extremo y logró polarizar al país entre un bando y otro. Por ahora, se dice que es lo que necesita Claudia y que su rival debe estar en su propio partido. Como quiera que sea, Lemus no ha pretendido eso, sino montar una estrategia de cercanía con quien pueda o no pueda favorecerle.

Por otro lado, se le avista un pensamiento socialdemócrata, pero con ligero desprecio hacia las personas que piden desde la pobreza una mejor posición social. Quizás es heredero de una tradición de occidente, de permanecer con el estatus, pero sí dar dádivas a la gente que lo necesita; así se piensa de este lado. Es curioso que Lemus entienda el problema de la desigualdad como el nulo acceso a servicios, pero no como una mejor repartición de la riqueza individual.

Se sabe poco de por qué Lemus incursionó en la política, y no me refiero a la invitación que le hizo Alfaro en 2015, como tantas veces lo ha expresado, sino a sus verdaderos motivos. Un empresario exitoso difícilmente vendría a mejorar el mundo, un mundo que no es de él y en el que no ha tenido dificultades.

Existen historias al revés de dejar lo público para irse al empresariado, porque aunque Lemus no pertenezca a la clase política de cepa, ha convivido una década y ha sobrevivido a embates, a descortesías y más importante, a enfrentamientos directos con Alfaro, capitán de su partido. Sin embargo, con los suyos de Zapopan mantiene una relación fresca; ¿será que la distancia une más?

Existen dos Lemus. Uno que tiene amigos y aliados por todo Jalisco y otro que no conocemos, porque no entendemos cómo es su empresariado. Él ha sido el primero en separarlos, en no mezclar sus negocios en sus declaraciones, aun cuando no niega su origen, COPARMEX.

Pero el que sí conocemos, se dice que recibió en su gobierno a traidores, viejos enemigos del alfarismo – Esquer es uno – y que mantiene una relación de poder con este y otros más. No ha sido el único, Alfaro lo hizo, Aristóteles también con gabinetes amplios y variados, que a la larga rompieron con el anterior dueño y se transformaron en secuaces; no había de otra.

Lemus es apasionado por tomar el control de las situaciones y que extrañamente está mezclada con su característica central de no rivalidad y tejer puentes. Toma primero la palabra, la usa, la rebota y luego permite que los demás sumen. Por supuesto, que en estos tiempos es difícil de entender, porque la confrontación y la oposición están de moda. Pero ¿qué te parece si usamos la oposición como palanca? Debí haber escuchado a uno de sus asesores.

Pablo Lemus quizás rompe con el patrón de político por sí mismo, el que vino de una tradición familiar, y lo hace con mecanismos aparentemente antisistémicos que, con palabra dulce, mejor explicación de los hechos y cercanía ciudadana, se mantiene como un gobernador prometedor. Siguen siendo meses apabullantes, sacando agenda propia, pero también con agendas nacionales que le exigen hígado. Ojalá pudiera concluir que a los dos Lemus los une el pragmatismo, porque lo que verdaderamente importa es que el Lemus visible aplique racionalidad y determinación para resolver problemas públicos, que más que nunca lo requiere, porque los conocemos, los vivimos y padecemos.

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NACIONALES

Sin toga y sin mallete

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Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //

La integración de la Suprema Corte y del Poder Judicial, en los términos en que fue concebido por la mente de un expresidente que gobernó por impulsos, haciendo leyes por sus caprichos y venganzas, privilegiando su popularidad y paso por la historia por encima del interés nacional, merece sin duda un repaso por los desatinos que le siguieron.

El primero: la aprobación de la reforma constitucional que permitió la elección por voto popular en forma irreflexiva, apresurada y por lo tanto defectuosa. Tanto que ya requirió una reforma para corregir la temporalidad del ejercicio del presidente de la Corte y además 307 acuerdos del INE para ajustar el procedimiento y poder llevar a cabo la elección mandatada.

El segundo: ante el desinterés por la elección y la falta de registros de aspirantes, de alguna de las áreas del oficialismo ─sospeche de la que quiera… Atinará─ surgió una instrucción y en solo un fin de semana se registraron más de 10 mil, particularmente en las áreas de los comités de selección del Poder Legislativo y del Ejecutivo; un sospechoso alud de solicitudes que volvió imposible el escrutinio de antecedentes.

Tercero: el comité del Poder Judicial se declaró impedido de seleccionar candidatos por existir recursos legales en curso y por lo tanto, el comité legislativo insaculó por tómbola, sin calificar atributos ni revisar antecedentes, lo que llevó a integrar en sus listas hasta delincuentes.

Cuarto: el INE los registró sin cribar, pese a advertencias y solicitudes, y mandó imprimir boletas confusas e inmanejables. Eliminó el escrutinio ciudadano, el conteo inmediato y aprobó no eliminar ni manifestar las boletas sobrantes, quedando el proceso en manos de trabajadores del Instituto. Con ello, la transparencia y confiabilidad quedaron eliminadas.

Quinto: el INE otra vez, permitió la difusión de “acordeones” e hizo oídos sordos de las denuncias de participación del partido oficial y sus seguidores en la distribución. Se incluyó también al gobierno en dicha operación a través de los servidores de la nación, empleados públicos. Ante las denuncias y evidencias, el instituto electoral emitió un acuerdo tardío e ignorado.

Sexto: En la votación hubo concordancia en más de un 70 por ciento entre los candidatos señalados en los “acordeones” y los que resultaron electos. Se detectaron irregularidades como boletas planchadas, rebase de votantes superior al listado y otras mapacherías en 1,322 casillas y la insólita cifra de 3.7 millones de votos nulos. Cinco consejeros fueron certeros y enfáticos en señalar las causales diversas para anular la elección; seis votaron en contra, pese a que una de ellas razonó favorablemente los argumentos para la anulación y, sin embargo, votó en sentido contrario a su opinión. Oficialmente, la elección fue aprobada en el INE, aunque de panzazo.

Séptimo: Pasado el proceso han encontrado que más de 70 candidatos que fueron electos no reúnen las condiciones que la constitución exige para su elegibilidad y el INE se prepara para, ahora sí, declararlos inelegibles. Curiosamente la mayoría de los señalados tienen carrera judicial o están en funciones y cuentan con maestrías y doctorados, pero pueden ser inhabilitados, tal vez por ser parte del “engranaje corrupto” y buscarán la forma de que sean sustituidos y no declarar vacante el puesto, existiendo una laguna procesal pues la improvisada reforma no contempló el supuesto.

Conclusión: la Suprema Corte ha quedado integrada por los ministros “acordoneados” con un presidente que se niega a usar la toga y convierte su origen étnico en mérito suficiente. El Tribunal de Justicia Judicial, también consecuencia del acordeón votado, integrado por afines al partido oficial y por ende al Poder Ejecutivo; los magistrados y jueces en proceso de criba y será cuestión de tiempo y procedimientos para que el Poder Judicial quede totalmente colonizado por el movimiento y quien lo encabeza.

No sin tropiezos, salvados a la moda vieja, por consignas y siguiendo instrucciones, el golpe de Estado al Poder Judicial está consumado. Se lleva en el camino a las instituciones encargadas del proceso democrático de elección de autoridades (INE Y TSJE) que han perdido confiabilidad, entregadas ostensiblemente a la voluntad del Poder Ejecutivo. Elecciones limpias con resultados indiscutibles no las veremos en este país en los próximos años.

La tendencia a convertir el sistema judicial en un instrumento de reivindicaciones sociales, sumiso al Ejecutivo, y no en un imparcial y justo protector de los derechos individuales, especialmente frente a los excesos y abusos del poder a lo que se han manifestado tan proclives ─anoten las últimas resoluciones y leyes en contra de periodistas y la libertad de expresión─ delinean un Estado autoritario con el poder concentrado en un grupo sin controles ni equilibrios institucionales.

La Suprema Corte se ha quedado sin toga y sin mallete, ese ya está en otras manos.

*Mallete: mazo de madera utilizado en contextos judiciales.

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Tendencias

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