NACIONALES
El valor del estado de derecho

Campos de Poder, por Benjamín Mora Gómez //
En el curso de la semana que inicia, el esplendor ciudadano del 13 de noviembre pasado, habrá terminado cuando la iniciativa de reforma electoral de López Obrador haya sido rechazada por la oposición legislativa.
El debate y la conversación, desde las oposiciones, deberán orientarse hacia nuevas causas ciudadanas; hacia una narrativa que pueda perdurar y crecer hacia 2024, es decir, hacia un México imaginado más grande y próspero, inclusivo y justo socialmente, competitivo y sustentable. Un México nunca más empobrecido ni apocado ante sí mismo.
Mi madre me decía: La gente de bien debate, confronta ideas, dialoga y construye acuerdos; jamás insulta ni recurre a la violencia. Esto se le deja a quienes aun viven en la edad de piedra.
El cansancio ciudadano ante la corrupción, la impunidad y el distancimiento de los gobernantes del pasado reciente, permitió a Andrés Manuel López Obrador construir una narrativa de reivindicación que le llevó a la presidencia de la República; al fallar, las mismas razones lo hará perder en 2024 y, muy probablemente, a recordarle como el peor presidente de México.
Día a día, la certeza de la corrupción e impunidad en el gobierno de la 4T crece en casos que ya no se pueden callar ni ocultar; el castigo electoral es previsible y muy merecido. López Obrador lo sabe y por ello ha decidido arremeter en contra del árbitro electoral, en contra del Instituto Nacional Electoral, primero con el recorte de su presupuesto y luego con una intentona jurídica anticonstitucional que huele a muerte. El cansancio ciudadano crece y se desbora.
Para entender al México divido en que vivimos hay que comprender, como se ha señalado, que en política la verdad nunca es una, y que siempre está divida; en otras palabras, que la esencia de la democracia es que la verdad nunca es total en una de las partes.
López Obrador sufre de una evidente esquizofrenia en el ejercicio del poder: Se asume como ese rebelde que lucha en contra de la dominación desde el poder cuando en realidad gusta de la dominación profunda y total. Declara que quiere la emancipación popular pero insiste en en el absolutismo presidencial. El caos anida en su discurso en favor de los oprimidos con prácticas y proyectos radicales pero insiste en crear un gobierno hegemómico y egocéntrico. Es un dogmático obnubilado.
Para López Obrador la post verdad de la historia de México, él y solo él la debe reescribir. Los teóricos de la Cuarta Transformación pretenden hacernos creer que el anarquismo de López Obrador busca, en su nobleza casi santa, nuevos campos de emancipación libertaria y por ello manda al diablo a las instituciones y asume que desobeder las leyes son el camino a seguir. Yo, desde siempre lo dudo pues solo miro en López Obrador un deseo enfermo de poder centrado en sí mismo; por ello, cada mañanera, Amlo busca doblegar a sus opositores y someter a sus huestes.
Tradicionalmente, al poder se le ha comprendido desde dos grandes visiones: Como capacidad (potentia) y como dominación (potestas). En los hechos, López Obrador nos ha demostrado que en el ejercicio del poder no tiene ninguna capacidad ni interés en superar logros del pasado en economía, desarrollo, bienestar y más y sí en dominar todo cuanto mira como un obstáculo a su deseado totalitarismo. Tan simple de comprendelo cuando miramos que los pobres se multiplican a diario en su gobierno que ha declarado a aquellos como su prioridad primera.
Para López Obrador le es imposible imaginar al Estado Mexicano como esa fuerza en común que sinergia a las personas, colectivos y corrientes de pensamiento hacia una relación de cooperación en un Proyecto de Nación y Patria.
Para López Obrador solo existe un camino y un destino, y ambos convergen en sí mismo. Lo suyo, lo suyo, es la simetría política donde él domina y el resto se somete, por voluntad o fuerza. Él sabe que es el mandatario e, indebidamente, cree que eso le permite mandar en todo y a todos. Jamás podría imaginarse desde el poder instituyente; solo se reconoce desde la dominación.
López Obrador no alcanza a comprender que el 13 de noviembre los otros ciudadanos decidimos liberarnos de una pretendida condición de sujetos controlados y dependientes a otra de respeto a nuestra propia identidad, consciencia y autodeterminación de vida.
El 13 de noviembre pasado, cientos de miles nos manifestamos en favor de las libertades políticas y del árbitro cuando existan controversias en el ejercicio de tal derecho. Enojado, López Obrador llamó a la marcha de agobio, del ego y el uso del poder de dominación.
Hacia 2024, desde la Cuarta Transformación, López Obrador manda se instruyan operadores de la dominación, del sometimiento: servidores de la nación, que cercanos al fascismo, buscan aterrorizar, inmoviliazar, atar y garantizar el desorden que Amlo trae en el Estado Mexicano, destruyendo instituciones de control ciudadano y leyes garantes de la libertad ciudadana.
AMLO no entiende ni acepta que el poder público y el gobierno dimanan del pueblo y, por tanto, todos tenemos derecho a ejercerlo desde algo tan simple como la elección libre de nuestros servidores públicos y, a través suyo, ceder total o parcialmente su poder sin renunciar a la soberanía popular. López Obrador, como cualquier antidemócrata insistirá en sus berrinches y temores.
NACIONALES
Llave al cuello

– Opinión, por Miguel Anaya
El Senado de la República nació para ser la cámara de la reflexión, el contrapeso, el espacio donde las decisiones se piensan dos veces antes de convertirse en ley. Desde su inicio en el siglo XIX, su existencia buscaba equilibrar al país: la Cámara de Diputados representaría la voz inmediata del pueblo y el Senado, con sus 128 integrantes, encarnaría la visión de más alto nivel de cada estado. En teoría, es la tribuna donde la política alcanza su forma más elevada.
La semana pasada, en lugar de argumentos, lo que retumbó fueron los gritos, acompañados de empujones y amenazas de riña dignas de vecindario enardecido. Lo que debía ser la cúspide del debate nacional se convirtió en un espectáculo más cercano a la arena de lucha libre que al foro legislativo más importante del país.
Conviene recordarlo: la tribuna del Senado no es un micrófono más. Es el escenario que, en teoría, proyecta al mundo la madurez política de México. Allí se han discutido tratados internacionales y reformas constitucionales que marcan generaciones. Y, sin embargo, lo que se ofreció al país no fue altura de miras, sino un espectáculo de pasiones mal encauzadas, una demostración de que, cuando falta el argumento, la violencia sale a flote.
Algunos dirán que la violencia parlamentaria es casi folclórica. En Italia se han lanzado sillas, en Corea martillos, en Taiwán agua y puños. La diferencia es que allá los incidentes son excepción; aquí amenazan con convertirse en método alterno de debate. Al paso que vamos, quizá convenga incluir guantes de box en el reglamento interno.
Lo ocurrido no es simple anécdota, sino síntoma. La violencia desde la tribuna envía un mensaje devastador: si en la Cámara alta se puede insultar y agredir, ¿qué freno queda para la sociedad? El Senado debería marcar la pauta de la civilidad, no reflejar lo peor del enojo social. La tribuna debería ser espejo de lo que aspiramos a ser, no caricatura de lo que tememos convertirnos.
Una máxima, atribuida a distintos autores, menciona que “la violencia comienza cuando la palabra se agota.” En México, la palabra parece agotarse antes incluso de ser pronunciada. Otra frase importante, acuñada por Carlos Castillo Peraza dice: “La política no es una lucha de ángeles contra demonios, sino que debe partir del fundamento de que nuestro adversario político es un ser humano.” Ambas enseñanzas se han olvidado en el legislativo.
Lo más preocupante no es la escena del zafarrancho, sino lo que significa: que en el recinto diseñado para contener pasiones se desbordan las más bajas. Que en la cámara que debía representar la inteligencia del Estado se normaliza la torpeza del insulto. Y que, en la tribuna donde deberían hablar las mejores voces de la nación, se escuchan ecos de cantina.
El Senado no merece ser burla internacional. Mucho menos lo merece el país que lo sostiene. La dignidad de esa Cámara no depende de los mármoles que la adornan, sino de la altura de quienes la ocupan. Y si los legisladores no alcanzan el nivel que la historia les exige, quizá haya que recordarles que la tribuna no les pertenece: pertenece a los ciudadanos que todavía, ingenuos, tercos o soñadores, confían en que la democracia se discutirá con ideas, no con empujones.
En conclusión, lo que vimos en el Senado no es un accidente aislado, sino el retrato incómodo de una clase política que confunde el poder con la prepotencia (¡qué raro!) y la representación con la bravuconería. La patria necesita llaves que abran el diálogo, no llaves al cuello.
NACIONALES
El ocaso del rebelde

– Opinión, por Iván Arrazola
El poder, ese viejo escenario donde se forjan héroes y se consumen rebeldes, suele desnudar la verdadera esencia de quienes lo alcanzan. A lo largo de la historia, ha sido capaz de transformar ideales en privilegios y convicciones, en concesiones.
En México, pocos casos ilustran mejor esta metamorfosis que el de Gerardo Fernández Noroña: el opositor combativo que enarbolaba la rebeldía como bandera y que, con el tiempo, terminó convertido en el mismo tipo de político al que solía denunciar.
En este sentido, desde sus tiempos como opositor, lo que dio a conocer al senador Fernández Noroña fue su actitud combativa y su rebeldía. Era el tipo de político capaz de hacer una huelga de hambre ante una decisión injusta del gobierno, el personaje que abiertamente criticaba los excesos de la vieja clase política: sus privilegios, sus viajes y el lujo en el que vivían.
Esa faceta crítica y contestataria la expresó también en episodios como su negativa a pagar el IVA en los supermercados, acciones que ponían en aprietos a trabajadores que, en realidad, poco podían hacer para cambiar los precios.
Sin embargo, todo cambió cuando López Obrador lo incluyó entre las llamadas corcholatas presidenciales. A partir de ese momento, el activismo callejero que había caracterizado a Fernández Noroña se transformó. De la noche a la mañana, subió varios peldaños y se convirtió en parte de la nueva élite política.
Así, cuando fue nombrado presidente de la Mesa Directiva del Senado, su estilo ya no fue el de un perfil austero. Los viajes en primera clase, las salas premier en aeropuertos y los vehículos de lujo pasaron a ser parte de su nueva realidad. Paradójicamente, el mismo político que antes presumía su cercanía con el pueblo y despreciaba a los elitistas, pronto cayó en excesos inconcebibles para alguien que se asumía contestatario. Incluso utilizó al Senado como espacio para exigir que un ciudadano se disculpara públicamente por haberlo insultado en un aeropuerto.
El contraste es aún más evidente si se recuerda que durante años criticó la corrupción de panistas y priistas, y denunció las injusticias contra el pueblo. Ahora, en cambio, mostró una sorprendente falta de sensibilidad.
Respecto al rancho de Teuchitlán, Jalisco, por ejemplo, minimizó la gravedad de lo ocurrido al afirmar que solo se trataba de cientos de pares de zapatos, negando que hubiera indicios de reclutamiento o atrocidades. En otros tiempos, probablemente habría exigido justicia y acompañado a las víctimas.
De igual modo, cuando surgieron señalamientos contra el coordinador de su bancada por vínculos de su secretario de seguridad con el crimen organizado, Noroña llegó incluso a cuestionar la existencia del grupo criminal involucrado. En otra época habría pedido el desafuero del implicado; hoy, en su nueva faceta, resulta difícil imaginarlo asumiendo una postura crítica.
No obstante, sus últimos días como presidente del Senado estuvieron marcados por un cúmulo de escándalos. Investigaciones periodísticas revelaron que era dueño de una casa de 12 millones de pesos.
Aunque intentó justificar la compra con un crédito, sus ingresos como senador y las supuestas ganancias de su canal de YouTube, rápidamente especialistas desmintieron que pudiera generar los 188 mil pesos que asegura el senador. Con soberbia, declaró: “Yo no tengo ninguna obligación personal de ser austero”. Incluso se ventiló que recibe donaciones ilegales a través de sus transmisiones en redes sociales.
En ese torbellino de acusaciones ocurrió un episodio que pudo haberle devuelto algo de legitimidad, pero que terminó mostrando que se trata de un político que vive el privilegio: el enfrentamiento con el líder nacional del PRI. Aunque al principio la conversación mediática giró hacia la agresión que sufrió junto a uno de sus colaboradores, el caso pronto escaló.
El Ministerio Público acudió de inmediato al Senado a tomarle declaración, mientras miles de personas comunes siguen sin obtener justicia pronta y expedita. Esa diferencia de trato encendió aún más las críticas.
La polémica creció cuando la jefa del Estado intervino, acusando a Alejandro Moreno y a la oposición de actuar como porros. En lugar de llamar a la prudencia y a la concordia, reforzó la confrontación y desvió la atención al señalar que la prensa se fijaba más en la casa de Noroña que en las acusaciones de la DEA contra García Luna.
El caso de Fernández Noroña ilustra crudamente lo que sucede cuando los principios se subordinan al poder, ya sea porque este transforma a las personas o porque desde el inicio solo fue una estrategia para alcanzarlo. Hoy, las condenas a la violencia en el Senado son unánimes.
Lo que no parece merecer la misma indignación es la incongruencia. El régimen insiste en convencerse a sí mismo de que “no son iguales”, pero en los hechos muestran que sí lo son o, lo más inquietante, que pueden incluso superar a aquello que juraron combatir.
NACIONALES
La presidenta, Omar y Marcelo

– De Frente al Poder, por Óscar Ábrego
A un año la Presidenta está haciendo lo que puede con quien tiene.
Resolver la herencia que le dejó López Obrador no es sencillo.
Una gran parte del país controlado por la delincuencia, finanzas públicas deshidratadas, obras inviables y tremendamente costosas, una nación endeudada brutalmente, un sistema de salud devastado y muchas otras asignaturas como la de lidiar con personajes impresentables por sus vínculos criminales o comportamientos inmorales y corruptos, son parte del pesado costal que carga todos los días Claudia Sheinbaum.
Sin embargo, en este primer aniversario, estoy convencido de que la primera mujer que encabeza el ejecutivo federal está destinada a trascender en la historia.
Podrán muchos no estar de acuerdo en sus postulados, pero ¿qué mandatario en el mundo se escapa de la polémica y la crítica? Ninguno, sea mujer o varón.
La democracia, al margen de sus bases teóricas, siempre corre riesgos colectivos. Así lo demuestra la historia universal.
De cualquier modo, soy de los que opina que Sheinbaum tiene la convicción de lograr mejorar el estado de las cosas que recibió.
Dicho de otra forma, creo en ella.
Y si bien hay temas que pueden ser materia de cuestionamientos duros y legítimos, lo cierto es que en este primer aniversario de su sexenio sobresalen dos personajes que han dado la nota positiva (por no decir sobresaliente) de su gestión: Omar García Harfuch, secretario de Seguridad y Protección Ciudadana y Marcelo Ebrard Casaubón, secretario de Economía.
De ambos lo único que podría decirse en este momento es que están dando buenas cuentas a la sociedad y a la presidenta.
Los dos tienen algo en común: los escenarios que enfrentan son adversos y en extremo desafiantes.
Omar, pacificar al país en medio de una violencia nunca antes vista.
Marcelo, darle viabilidad productiva a México frente a la inestabilidad emocional de Donald Trump.
Si Claudia Sheinbaum ha tenido un acierto, es haber colocado en esas delicadas responsabilidades a Omar García Harfuch y a Marcelo Ebrard, quienes, llegado el momento, de seguro serán los únicos finalistas de Morena en el aún lejano 2030.
En X: @DeFrentealPoder
*Óscar Ábrego es empresario, consultor en los sectores público y privado, escritor, activista social y analista político.