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El desencanto en América Latina: Democracia y la exigencia de un gobierno eficiente
A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
En el vasto escenario de nuestra historia, no importa que tan oscura o lúgubre sea la etapa, la democracia se ha alzado como un faro de esperanza y autodeterminación para las sociedades. Sin embargo, como cualquier estructura monumental, su resiliencia depende críticamente de los cimientos que la sustentan.
De esta manera, la democracia puede ser tan sólida como la Acrópolis de Atenas o tan perdurable como el Coliseo Romano, pero sin un gobierno eficaz, la democracia se tambalea, y su promesa se desvanece, recordando a monumentos que alguna vez fueron símbolos de grandeza y que, a lo largo de los siglos, cayeron en la ruina, tal como el Templo de Bel ubicado en Palmira, Siria.
Al igual que la majestuosidad de la Acrópolis de Atenas, la democracia se erige como un monumento a la autodeterminación y la participación ciudadana. La Acrópolis, con sus columnas dorias, jónicas y corintias, simboliza la diversidad y la fortaleza en la unidad. Del mismo modo, la democracia abraza la diversidad de opiniones y experiencias, construyendo un tejido social robusto donde cada ciudadano es una columna que sustenta la estructura democrática.
Comparativamente, el Coliseo Romano se yergue como un monumento a la capacidad de adaptación y al poder de la organización. Aunque la democracia no es un espectáculo para multitudes, su funcionamiento eficaz requiere una administración organizada y la adaptación constante a los desafíos cambiantes. El Coliseo, con sus elaborados sistemas de pasadizos y maquinaria, es testamento de cómo una sociedad bien organizada puede superar incluso las adversidades más desafiantes.
No obstante, como nos recuerda la historia de monumentos caídos, como la Gran Muralla Maya en Copán o las estatuas de Buda en Bamiyán, la grandeza puede desvanecerse si no se preservan y nutren adecuadamente. De manera análoga, la democracia puede enfrentarse al riesgo de colapso si sus cimientos no son mantenidos con la debida diligencia y si sus pilares no son resguardados contra las fuerzas que buscan socavarla.
En el contexto actual de América Latina, el desencanto con la democracia se ha arraigado debido a la inseguridad, la violencia y la corrupción. Los cimientos de la democracia son tan esenciales como las piedras que conforman la Acrópolis; si el estado de derecho es laxo y la transparencia es solo una fachada, la democracia se convierte en un monumento vacío, susceptible a las embestidas de la desconfianza ciudadana.
De esta manera, el descontento ha allanado el camino para el surgimiento de figuras como Nayib Bukele en El Salvador. Su ascenso al poder ha sido alimentado, en parte, por la percepción de la ciudadanía de que la democracia convencional ha fallado en abordar sus preocupaciones más apremiantes. Bukele ha capitalizado el descontento y ha prometido una nueva era de eficiencia y seguridad, alineándose con la creciente tendencia global de líderes populistas que desafían el statu quo.
La afirmación de que la democracia, por sí sola, no es suficiente para garantizar la estabilidad y el bienestar de una sociedad se vuelve aún más relevante cuando consideramos la importancia de un gobierno eficaz y comprometido con el estado de derecho y la protección de los derechos ciudadanos. La democracia, en su esencia, es un sistema que busca la participación ciudadana, la toma de decisiones colectiva y la protección de los derechos fundamentales. Sin embargo, para que este sistema funcione de manera efectiva, es esencial contar con un gobierno que no solo respalde estos principios, sino que también los aplique de manera constante y vigorosa.
La corrupción, esa corrosiva enfermedad que socava la integridad de las instituciones, actúa como una termita devoradora de los cimientos democráticos. Cuando los funcionarios públicos se ven tentados por la corrupción, se erosiona la confianza de la ciudadanía en las instituciones democráticas. La percepción de que los líderes actúan en beneficio propio, en lugar de servir al interés público, debilita la legitimidad de la democracia. El ciudadano común, al sentir que sus esfuerzos y contribuciones son ignorados o explotados, puede volverse apático o cínico respecto a la participación en el proceso democrático.
La falta de transparencia, por otro lado, puede actuar como un velo opaco que oculta las acciones gubernamentales al escrutinio público. Una democracia verdaderamente robusta requiere la rendición de cuentas y la accesibilidad de la información. Cuando los ciudadanos no tienen acceso a datos cruciales sobre las decisiones gubernamentales o la asignación de recursos, se debilita su capacidad para tomar decisiones informadas y participar plenamente en la vida democrática.
La ineficacia institucional, como otra forma de erosión interna, puede obstaculizar la capacidad del gobierno para abordar los desafíos de manera eficiente. Si las instituciones democráticas no son capaces de implementar políticas efectivas, resolver problemas cruciales o garantizar la igualdad y la justicia, la democracia puede convertirse en un concepto vacío, incapaz de satisfacer las necesidades y aspiraciones de la sociedad.
En este contexto, la democracia se enfrenta a la amenaza de convertirse en un mero espejismo, un sistema político en el que la participación ciudadana es una formalidad sin verdadero impacto. La ciudadanía, desilusionada por la corrupción, la falta de transparencia y la ineficacia, podría perder la fe en el sistema democrático, abriendo así la puerta a alternativas menos convencionales y, a veces, más autoritarias.
Para elevar la democracia a nuevas alturas y preservar su integridad, es imperativo abordar estos problemas internos con determinación. Los gobiernos deben comprometerse activamente en la lucha contra la corrupción, promoviendo la transparencia y fortaleciendo las instituciones. Además, es esencial fomentar la participación ciudadana informada y empoderar a la sociedad para que exija rendición de cuentas y eficacia gubernamental.
En conclusión, la analogía entre la democracia y una estructura arquitectónica persiste. La comparación con monumentos caídos nos recuerda que, al igual que las civilizaciones antiguas que preservaron y fortalecieron sus monumentos, la democracia necesita constantes esfuerzos de preservación y mejora. La ciudadanía, al igual que las columnas de la Acropolis, debe ser la fuerza que sostiene la democracia, exigiendo transparencia, participación y rendición de cuentas. Solo entonces, la democracia puede superar los embates del tiempo y las amenazas internas, emergiendo como una estructura fuerte y duradera que honra las aspiraciones y derechos de la sociedad que la abraza.
