NACIONALES
La fórmula perfecta
																								
												
												
											Opinión, por Iván Arrazola //
En tan solo unas horas, se consumó un hecho polémico y ampliamente criticado: el Senado de la República decidió, en un giro inesperado y contrario a toda lógica democrática, reelegir a Rosario Piedra Ibarra como presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) por un periodo adicional de cinco años.
Esta decisión ha generado un intenso debate, tanto en el ámbito político como en el social, debido a las numerosas controversias que han marcado su gestión, incluyendo cuestionamientos sobre la independencia de la institución y su papel en la defensa de los derechos humanos. La reelección, lejos de fortalecer la legitimidad de la CNDH, plantea serias dudas sobre el compromiso de las autoridades con la autonomía de los organismos públicos y la promoción de los valores democráticos en el país.
Este hecho quedará registrado como un episodio preocupante en la historia contemporánea de nuestro país. Una candidata con una de las calificaciones más bajas, acusada de presentar documentación apócrifa y que, además, mostró una notoria ausencia en el ejercicio pleno de sus funciones durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, ha sido ratificada en su cargo.
Este desenlace no solo desafía los principios de mérito y transparencia que deberían regir los procesos de designación en instituciones clave, sino que también representa un golpe significativo para la protección de los derechos humanos en México. La continuidad de esta gestión, marcada por omisiones y cuestionamientos, deja al país en un estado alarmante de indefensión frente a las violaciones de derechos fundamentales, socavando aún más la confianza en los organismos encargados de salvaguardar la dignidad y las garantías de los ciudadanos.
A lo largo de su gestión, Rosario Piedra Ibarra dejó en evidencia una preocupante complacencia con el régimen, ignorando temas cruciales que impactan directamente en los derechos humanos en México. Ni el alarmante aumento en el número de quejas presentadas ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), que pasó de 11 mil a más de 19 mil, fue suficiente para motivar una reflexión crítica sobre el deterioro de los derechos fundamentales en el país.
Tampoco la militarización acelerada implementada por el gobierno federal, un tema ampliamente cuestionado por su impacto en la seguridad ciudadana y las libertades civiles generó algún pronunciamiento contundente de su parte.
Mucho menos mereció su atención la reforma judicial impulsada durante este periodo, señalada por diversos expertos y organismos como una amenaza directa contra los derechos de las personas. Su actitud distante y poco proactiva contrastó con la responsabilidad que debería asumir el titular de una institución diseñada para proteger a la ciudadanía de los abusos del poder. En lugar de alzar la voz o posicionarse como un contrapeso frente a estas problemáticas, Piedra Ibarra optó por una postura de silencio cómplice, demostrando con ello una lamentable falta de autonomía y compromiso con la misión esencial de la CNDH.
La presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) ha mantenido un silencio inquietante frente a temas de extrema gravedad. Ni las crecientes quejas contra la Guardia Nacional, ni los asesinatos de periodistas en el cumplimiento de su deber, ni las más de 100,000 desapariciones registradas en México han merecido una declaración firme o una acción contundente de su parte.
Piedra Ibarra, quien en el pasado subrayó que las desapariciones ya no son perpetradas directamente por el Estado como en otras épocas, guarda ahora un silencio cómplice frente a la evidente incompetencia del actual régimen. La política de «abrazos, no balazos», promovida por la administración federal, no solo ha fallado en garantizar la seguridad de la población, sino que ha cedido el control territorial del país a grupos del crimen organizado, profundizando la crisis de derechos humanos y debilitando la confianza ciudadana en las instituciones. La ausencia de una postura crítica por parte de la titular de la CNDH ante estas situaciones plantea serias dudas sobre la capacidad de la institución para cumplir su mandato en un contexto tan desafiante.
Este es precisamente el rol que el régimen parece esperar de las instituciones: que guarden silencio en lugar de exigir cuentas por sus actos. A esta situación se suma la inclusión de nuevos delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa, como la extorsión, el contrabando, la emisión o compra de comprobantes fiscales falsos, y los relacionados con el fentanilo y otras drogas sintéticas. Desde esta perspectiva, el régimen parece elegir el camino más sencillo: encarcelar primero, saturar las prisiones y, solo después, investigar.
Esta estrategia no hace más que perpetuar un sistema profundamente disfuncional. A esto se suma una Comisión Nacional de Derechos Humanos complaciente, que prefiere agradar al poder antes que cumplir con su mandato de defender los derechos fundamentales. Esta combinación nefasta deja a las víctimas desprotegidas y al país atrapado en un ciclo de impunidad y represión.
