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JALISCO

Narcocorridos, derrota anunciada

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Opinión, por Iván Arrazola //

El pasado fin de semana, durante un concierto en Guadalajara del grupo «Los Alegres del Barranco», se proyectaron imágenes de un líder de un cártel local. Esta acción provocó una efusiva reacción del público: aplausos y vítores que encendieron el ambiente.

Las imágenes circularon rápidamente en redes sociales y medios, lo que detonó un debate nacional sobre la apología de la violencia y la glorificación de figuras del crimen organizado en ciertos géneros musicales, en particular los narcocorridos y corridos tumbados.

Este fenómeno no es nuevo en México. Desde hace décadas, artistas como Chalino Sánchez o Los Tigres del Norte han interpretado canciones que exaltan a líderes del narcotráfico, algunos de ellos conocidos por su brutalidad. En la actualidad, exponentes como Peso Pluma o Natanael Cano encabezan listas de popularidad internacional con temas que aluden explícitamente a cárteles como el de Sinaloa.

El problema va más allá de las canciones. La popularidad de estos géneros no solo ha visibilizado el alcance del narcotráfico en la cultura popular, sino que también ha generado una normalización —e incluso admiración— hacia un estilo de vida asociado con la violencia, el lujo y el poder ilícito.

Muchos estudiosos del tema argumentan que esta música es, en el fondo, una expresión cultural que refleja realidades sociales: historias de personas que, ante la falta de oportunidades, encontraron en el crimen organizado una vía para ascender social y económicamente.

Este discurso encuentra eco en amplios sectores de la población, especialmente entre los jóvenes, que ven en estos personajes modelos aspiracionales. En una sociedad profundamente desigual y con pocas alternativas para el progreso legítimo, el narcotraficante se presenta como el que “sí lo logró”, aunque a través de medios ilícitos.

Aunado a la música, las narco series han reforzado este fenómeno al ofrecer narrativas atractivas donde el capo no solo es protagonista, sino también una figura compleja, con matices humanos. Estas producciones presentan una vida de excesos, poder y respeto, aunque también llena de riesgos. Lo preocupante es que muchas veces se omite o minimiza el daño que estas personas causan a la sociedad. Más aún, estas historias suelen mostrar los vínculos de complicidad entre los criminales y autoridades gubernamentales, lo que refuerza la idea de que “todo se vale” si el sistema ya está corrompido.

Ante este panorama, la respuesta de nuestros representantes populares ha sido, una vez más, enfocarse en la prohibición. Tras el concierto en Guadalajara, se propuso vetar los espectáculos públicos en los que se interpreten canciones que hagan apología del crimen organizado. Además, se planteó sancionar con penas de uno a cuatro años de prisión y multas económicas considerables.

Sin embargo, estas medidas no representan ninguna novedad en la forma de actuar de nuestra clase política, que insiste en creer que con cárcel o multas se pueden resolver problemas profundamente arraigados. Esta lógica resulta aún más cuestionable en un país donde los niveles de impunidad son alarmantes y donde las leyes, por sí solas, rara vez se traducen en acciones efectivas.

Esta no es la primera vez que se intenta regular este tipo de expresiones: las estaciones de radio tienen prohibido reproducir narcocorridos, y el Código Penal Federal en su artículo 208 señala que quien incite públicamente a cometer un delito o haga apología de este puede recibir una sanción de 10 a 180 jornadas de trabajo comunitario.

Estas medidas parecen insuficientes y, en algunos casos, contraproducentes. Prohibir puede empujar el fenómeno hacia espacios clandestinos, donde se pierden aún más los controles y se pone en riesgo a los asistentes. Además, el consumo de estos contenidos no se limita a conciertos; también se da en plataformas digitales, redes sociales y medios de streaming.

En lugar de enfocarse únicamente en la censura, es necesario implementar estrategias más inteligentes que busquen desincentivar el consumo de estos contenidos y generar conciencia sobre su impacto. Una posible solución es clasificar a los grupos o conciertos que promueven la violencia, similar a las etiquetas de advertencia en productos con alto contenido calórico. Esto permitiría al público saber de antemano qué tipo de contenido están consumiendo.

Otra propuesta consiste en aplicar un impuesto adicional a conciertos, descargas digitales o series que hagan apología del crimen organizado. Aunque esta medida podría resultar polémica, serviría para financiar campañas de prevención y programas culturales alternativos, además de hacer visible el costo social de consumir estos productos.

El fenómeno de la narcocultura no se resuelve con prohibiciones parciales ni con sanciones simbólicas. Se trata de una batalla cultural que ya se ha perdido en muchos frentes, y que requiere una respuesta integral desde el Estado, los medios, la industria cultural y, sobre todo, desde la educación. Prohibir puede generar resistencia y clandestinidad; informar, clasificar y educar, en cambio, puede abrir un camino hacia la concientización.

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