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California se desmarca de Trump: Cuando la unión se fractura desde dentro
A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
En 1860, cuando Carolina del Sur se convirtió en el primer estado en separarse de la Unión, la fractura que siguió puso en juego la idea misma de Estados Unidos como nación indivisible. Desde entonces, el sistema federal ha sido el escudo y también el campo de batalla donde convergen y se tensionan identidades, economías, ideologías y proyectos políticos.
Hoy, en pleno siglo XXI, esa tensión se reactiva, no por un conflicto de secesión ni por diferencias irreconciliables entre pueblos distantes, sino por una política federal que, desde el poder ejecutivo, ha decidido usar la división como herramienta y la visceralidad como brújula.
El reciente llamado del gobernador de California, Gavin Newsom, a la comunidad internacional para que excluya a su estado de la guerra comercial impulsada por el presidente Donald Trump, es más que un acto diplomático audaz: es una alarma política. Una advertencia sobre las consecuencias que tiene convertir el enfrentamiento interno en una constante de gobierno y usar la economía como campo de castigo ideológico.
California no es cualquier estado. Es la quinta economía del mundo, por encima de países como India, Reino Unido y Francia. Su Producto Interno Bruto supera los 3.9 billones de dólares y su influencia tecnológica, agrícola, cultural y científica es global. Desde Silicon Valley, donde se decide en gran parte el rumbo de la innovación digital del planeta, hasta los campos del Valle Central, donde se cultiva un tercio de los vegetales consumidos en Estados Unidos, California no solo participa del desarrollo del país: lo lidera.
Es también hogar de las principales universidades públicas del país, como la Universidad de California, y de centros de investigación que han dado al mundo avances médicos, climáticos y tecnológicos de primer orden. Además, es uno de los principales destinos turísticos del mundo, cuna de la industria cinematográfica y centro neurálgico del entretenimiento. Es, en todos los sentidos, un músculo esencial de la nación estadounidense.
Por eso, cuando el gobernador Newsom le dice al mundo que su estado quiere seguir siendo un socio confiable en medio del caos arancelario impuesto por la Casa Blanca, no lo hace solo como acto de protección económica. Lo hace como quien ve venir una tormenta institucional y quiere dejar claro que no está dispuesto a naufragar por errores ajenos.
La guerra comercial de Trump, reactivada con fuerza contra China y con efectos secundarios contra la Unión Europea, Latinoamérica y otros socios, no se está diseñando desde una lógica estratégica de fortalecimiento nacional. Se diseña como una herramienta de castigo, de presión interna y de reafirmación ideológica. Es una guerra con más tuits que datos, con más rabia que racionalidad, y con más impacto en las pequeñas empresas y los consumidores que en las élites económicas que Trump dice confrontar.
Newsom no es el único que ha intentado distanciarse de la política exterior federal. Pero su llamado representa una forma inédita de resistencia institucional: pedirle al mundo que haga una excepción con su estado dentro de un país federado. Y lo que parece una jugada osada es, en el fondo, un reflejo de la fragmentación creciente que genera una presidencia construida sobre el antagonismo permanente.
La estrategia de Trump ha sido desde siempre dividir para gobernar: demócratas contra republicanos, conservadores contra liberales, prensa contra gobierno, inmigrantes contra nativos, ricos contra pobres, élites contra pueblo. Ahora, esa misma estrategia se traslada a la relación entre estados y la federación. Pero dividir a Estados Unidos desde sus entrañas no es un juego de ajedrez político: es una amenaza a la cohesión nacional.
Las consecuencias de este tipo de política se verán con claridad en los próximos años. Estados como California, Nueva York o Illinois podrían empezar a establecer alianzas económicas informales, acuerdos interestatales o incluso tratados climáticos al margen de la administración federal, como ya ocurrió tras la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París. Eso no es federalismo en acción: es la federación en crisis.
La erosión de la idea de un país con rumbo compartido, donde los desacuerdos se procesan dentro de un marco común, da paso a un país donde cada estado es una isla que busca sobrevivir al naufragio nacional. Y aunque la Constitución estadounidense ofrece herramientas para contener esos movimientos, lo cierto es que la legitimidad política no se sostiene solo con leyes: se construye con confianza, con colaboración y con una visión nacional compartida.
Lo que Trump está generando es lo contrario. Una visión fragmentada, basada en el miedo, en la revancha, en la retórica incendiaria. Su política comercial es un ejemplo claro: en lugar de negociar acuerdos multilaterales, se opta por la imposición unilateral de aranceles, que afectan tanto a las empresas como a los consumidores estadounidenses.
En el caso de California, se calcula que más de 60,000 pequeños negocios se verán afectados por estas medidas, especialmente aquellos que dependen de exportaciones o de insumos importados. Además, el incremento de precios producto de los aranceles recaerá en los bolsillos de las familias, agravando el costo de vida en uno de los estados con mayores desafíos habitacionales del país.
El intento de Newsom por desmarcarse de esta lógica destructiva no es un capricho ni un gesto simbólico. Es una respuesta institucional a una amenaza real. Pero también es un mensaje al país entero: si permitimos que la política pública se construya desde el resentimiento y la provocación, los lazos que nos unen como nación se debilitarán hasta romperse.
No se puede gobernar una federación como si se dirigiera una empresa con empleados subordinados. Los estados no son sucursales del Ejecutivo federal; son entidades soberanas dentro de una arquitectura constitucional que requiere diálogo, respeto y cooperación.
El liderazgo requiere algo más que fuerza. Requiere visión, altura de miras y la capacidad de unir, no de confrontar. Trump ha hecho de la confrontación su marca personal, pero cuando esa confrontación se institucionaliza y se convierte en política de Estado, el precio lo paga todo el país. California está diciendo que no está dispuesta a pagar ese precio. Y al hacerlo, nos recuerda que aún hay actores dentro de la política estadounidense que entienden que el poder no sirve para dividir, sino para construir comunidad. Lo que está en juego no es una disputa comercial: es el alma misma de la unión.
