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JALISCO

Humanización, el gran reto

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Opinión, por Miguel Anaya //

Vivimos tiempos de extraordinario avance tecnológico. La inteligencia artificial, el internet y los algoritmos que dominan nuestra vida diaria nos han permitido logros impensables hace apenas unas décadas. Sin embargo, junto con estas conquistas, enfrentamos una paradoja inquietante: cuánto más conectados estamos digitalmente, más desconectados parecemos estar como seres humanos.

La deshumanización no es un concepto abstracto. Se manifiesta en la superficialidad de nuestras interacciones, en la pérdida de empatía y en la creciente dependencia de máquinas para tareas que antes exigían juicio, criterio y sensibilidad. En un entorno donde el dolor ajeno se consume como contenido viral, y donde un “Me gusta” sustituye la acción, la compasión se diluye.

La tecnología, sin duda, es una aliada poderosa. Pero no podemos permitir que sustituya nuestras capacidades más humanas: Pensar críticamente, sentir con profundidad y actuar con responsabilidad. El peligro no radica en la inteligencia de las máquinas, sino en nuestra renuncia silenciosa a cultivar la nuestra.

Ante esta realidad, la educación emerge como el principal contrapeso. Es desde la formación académica —y sobre todo desde la formación en valores— que podemos recuperar lo esencial. La familia y la escuela son los espacios donde se siembran las raíces del respeto, la empatía y la solidaridad. Pero es en las universidades donde estas cualidades deben madurar y traducirse en acciones transformadoras.

En Jalisco, la Universidad de Guadalajara atraviesa un momento histórico. La reciente toma de protesta de la maestra, Karla Planter, como la primera rectora en la historia de la institución no solo representa un avance en términos de igualdad de género, sino también una oportunidad para renovar la visión de la educación superior.

El rector saliente, Ricardo Villanueva, deja una gestión con avances relevantes en cobertura y calidad educativa. Ahora, el reto será consolidar una comunidad universitaria que no solo sea académicamente competente, sino también profundamente humana.

Las universidades deben ser espacios de pensamiento crítico, pero también de encuentro humano. Necesitamos aulas donde se debata el impacto de las redes sociales, donde se cuestione el uso de la tecnología, se propongan políticas públicas que impacten a la realidad actual, fomentando la vida más allá de las pantallas. Promover actividades culturales, deportivas y al aire libre no es un lujo, sino una necesidad para formar individuos completos.

La deshumanización ha transformado profundamente la forma en que como sociedad enfrentamos el dolor, la tragedia y la violencia. Casos recientes, como el de Teuchitlán, o los homicidios qué se dieron en Chalco, Estado de México, donde una persona mayor, en busca de recuperar su propiedad, actuó violentamente por cuenta personal después de recibir nula respuesta de las autoridades, son muestra dolorosa de cómo el sufrimiento se ha convertido en una forma más de consumo mediático.

Ambos eventos, que deberían ser detonantes de reflexión profunda y de urgentes propuestas de transformación social, terminaron rápidamente reducidos a titulares sensacionalistas, a clips virales y a reacciones superficiales en redes sociales. Nos indignamos unos minutos, compartimos una imagen, escribimos un hashtag, y luego pasamos a la siguiente noticia, al siguiente escándalo, al siguiente meme.

Este ciclo de consumo rápido del dolor ajeno es uno de los síntomas más alarmantes de nuestra deshumanización. La violencia, al volverse cotidiana, deja de doler como debería. Las desapariciones, los feminicidios, las agresiones brutales se han normalizado a tal punto que ya no sacuden la conciencia, sino que se consumen como parte del espectáculo digital. Hemos llegado al punto en que el morbo se impone sobre la compasión, y la banalidad sobre la exigencia de justicia.

La indignación no puede durar un solo post. Debe transformarse en conciencia, en organización y en acción. Porque mientras sigamos consumiendo el dolor ajeno como entretenimiento, seguiremos perpetuando un sistema donde la violencia no solo ocurre, sino que deja de importar. Si desde la educación fomentamos una ética del cuidado, del pensamiento reflexivo y del compromiso social, aún hay esperanza.

Los estudiantes no son solo el futuro. Son el presente que puede cambiar las cosas. Por eso, urge repensar el rumbo, reconstruir comunidad y trabajar por un modelo educativo que no solo produzca profesionistas, sino ciudadanos con conciencia y corazón.

El progreso real no vendrá solo de la tecnología, sino de nuestra capacidad para seguir siendo, ante todo, humanos.

 

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