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JALISCO

¿Reforma o rendición? El debate judicial que Jalisco no puede ignorar

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– A título personal, por Armando Morquecho Camacho

Imagina esto: un juez de nuestro estado dicta una sentencia que cambia la vida de miles, pero nadie entiende por qué. Ni los abogados, ni los periodistas, ni mucho menos los ciudadanos que pagan sus impuestos para que ese tribunal exista. ¿Es justicia? Sí, técnicamente. ¿Es legítima? Ahí empieza el problema.

A lo largo de los últimos meses, mientras el país digería la histórica reforma al Poder Judicial federal —con sus elecciones de jueces, ministras y magistrados por voto popular—, el debate saltó como chispa a los estados. En Jalisco, nuestra casa, el Congreso local avaló una reforma constitucional para transformar el Poder Judicial estatal. El objetivo oficial: hacerlo “más transparente, imparcial y cercano a la ciudadanía”, cumpliendo no solo con la obligación federal de armonizar la legislación local e incorporando aportaciones de diversas fracciones, sino también poniendo fin a las dilaciones empleadas por parte de la fracción de Movimiento Ciudadano.

Pero detrás de todo esto, nace una pregunta fundamental y que además ha sido el núcleo de los debates alrededor de todas estas reformas: ¿hasta dónde puede reformarse un poder sin que pierda su esencia? ¿O es que, precisamente, reformarlo es la única forma de salvarlo?

Tal como advierte el jurista italiano Luigi Ferrajoli, la independencia del juez no lo separa del Estado, sino que lo vincula a su función de garante de derechos fundamentales. No es un cheque en blanco para actuar sin control, sino un mandato para decidir con apego a la Constitución. La autonomía judicial, entonces, es una forma de soberanía jurídica, pero siempre dentro de los límites democráticos y con mecanismos de rendición de cuentas.

Jürgen Habermas, el filósofo alemán que tanto ha influido en cómo entendemos la democracia moderna, añade otro ingrediente: la legitimidad del derecho no solo depende de que se aplique correctamente, sino de que sea aceptado racionalmente por los ciudadanos. Y para eso, hace falta transparencia en los procedimientos. Traducido al lenguaje judicial: la justicia no solo debe impartirse, debe comunicarse. Debe entenderse.

Porque, seamos honestos: ¿qué tanta legitimidad tiene un sistema hermético, encerrado en una meritocracia selectiva que a veces parece más un club privado que un servicio público?

En Jalisco, esa pregunta resuena con particular fuerza. Durante décadas, el Poder Judicial estatal se mostró más alineado al Ejecutivo que independiente de él. Gobernadores sucesivos ejercieron un control sutil pero efectivo. El resultado: un tribunal que, en lugar de contrapeso, funcionaba como apéndice. Esa historia no es rumor; es el contexto que hace urgente —y no caprichosa— la reforma actual.

La legitimidad de los poderes públicos no es un trofeo que se gana una vez y se guarda en una vitrina. Es un proceso en permanente construcción. Se sostiene mientras las instituciones se adapten a los cambios sociales, políticos y culturales, sin renunciar a su esencia constitucional. Por eso, la posibilidad de reforma no es una amenaza a la autonomía judicial: es una condición de su vitalidad democrática.

Un poder que se proclama irreformable, en realidad, se declara ajeno a la soberanía popular que le dio origen.

Cuando hablamos de división de poderes, recordemos el fundamento: ningún órgano estatal puede ejercer el poder de manera absoluta. El Legislativo representa la voluntad popular; el Ejecutivo administra el día a día; el Judicial interpreta y controla el orden constitucional. Pero los tres —sin excepción— deben permanecer abiertos a la revisión, la actualización y la mejora. Porque el equilibrio entre ellos no es estático, es evolutivo.

Los poderes públicos siempre han sido reformados. El Congreso se renueva cada tres años, la presidencia cada seis. ¿Por qué el Judicial habría de ser intocable? Muchas reformas históricas —piensa en la creación del juicio de amparo, en la independencia de los tribunales electorales— fortalecieron al sistema precisamente porque respondieron a su realidad histórica.

Los cambios actuales en Jalisco no tienen por qué ser sinónimos de subordinación. Al contrario: la posibilidad de reformar es una manifestación directa de la soberanía nacional y del principio democrático que obliga a todas las instituciones a rendir cuentas. Romper con el viejo alineamiento al Ejecutivo no debilita al Judicial; lo fortalece como verdadero contrapeso.

El Poder Judicial es el garante del orden constitucional, sí. Pero no está exento de responder a la misma exigencia que enfrentan los otros poderes en las urnas. Su autonomía debe entenderse en sentido funcional, no dogmático: autonomía para decidir conforme a derecho, no para evadir el escrutinio social ni resistir la actualización institucional. Porque la justicia no es un bien privado de los togados. Es un bien público.

En Jalisco, la reforma que se avecina no es un capricho político ni un ajuste técnico. Es una oportunidad para preguntarnos: ¿queremos un Poder Judicial que siga siendo eco del gobernador en turno, o uno que rinda cuentas claras, que se explique, que se acerque?

El verdadero desafío no está en el texto de la reforma, sino en su implementación efectiva. Para ello, será importante que se incorporen mecanismos reales de transparencia en la designación de jueces — esto en complementación la selección por voto popular ya establecida, con criterios públicos de idoneidad y debates abiertos entre candidatos —, fortalecer el acceso efectivo a los expedientes judiciales ya públicos (mediante plataformas digitales amigables y búsquedas intuitivas), y capacitar a los magistrados no solo en derecho, sino también en comunicación pública, para que sus sentencias sean accesibles y comprensibles al ciudadano común.

No se trata de someter al Judicial al vaivén político, sino de integrarlo —por fin— al pacto democrático. Un juez independiente no es un juez aislado. Es un juez responsable. Recordemos que la confianza pública no se decreta, se construye. Y en un estado como Jalisco, con su historia de violencia, corrupción y demandas ciudadanas insatisfechas, la justicia no puede permitirse el lujo de ser distante.

La reforma estatal llega en un momento clave. No es el final del debate, es su relanzamiento. Y nosotros, los ciudadanos, no somos espectadores. Somos parte del contrapeso.

Porque si la justicia es un bien público, entonces también es nuestra responsabilidad exigirla, entenderla y, cuando sea necesario, transformarla.

 

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