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Salinas Pliego: El outsider que viene

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– Opinión, por Iván Arrazola

Ricardo Salinas Pliego nunca ha sido un personaje discreto. Acostumbrado a moverse entre los reflectores y las polémicas, ha construido una figura que combina el poder económico con el instinto de provocador. En los últimos meses, sin embargo, su presencia ha adquirido un matiz distinto: el del outsider que observa la política con distancia, pero que no descarta irrumpir en ella.

De empresario mediático ha pasado a convertirse en una de las voces más ruidosas contra el gobierno, un crítico que incomoda y un actor que, sin pertenecer a la esfera política, influye en ella con la fuerza de quien domina los canales de comunicación.

No siempre fue así. Al comienzo del sexenio de Andrés Manuel López Obrador, Salinas Pliego formaba parte del Consejo Asesor Empresarial, un espacio en el que el nuevo presidente buscaba tender puentes con el sector privado. Banco Azteca, una de las piezas clave de su conglomerado, participaba incluso en la distribución de apoyos económicos dirigidos a los adultos mayores.

Pero el vínculo se fracturó. No está del todo claro si el punto de quiebre fue el conflicto fiscal que estalló cuando la Secretaría de Hacienda le reclamó un pago por setenta y cuatro mil millones de pesos, o si se trató de un desgaste más profundo, de tipo político.

Salinas Pliego sostiene que su deuda es mucho menor, cercana a los siete mil seiscientos millones, y ha insistido en que está dispuesto a pagar lo que considera justo. Lo cierto es que, desde entonces, comenzó a asumir una postura desafiante, burlona, frontal.

Desde sus redes sociales —donde se hace llamar Tío Richie—, el empresario lanzó una ofensiva discursiva contra el oficialismo. Acuñó el término “gobiernicolas” para referirse a los funcionarios de la 4T, criticó su ineficacia, ridiculizó a figuras públicas e incluso se permitió comentarios personales que alimentaron la controversia.

Su voz, amplificada por TV Azteca, encontró eco entre quienes perciben al gobierno como autoritario o intolerante a la crítica. Esa visibilidad, lejos de erosionar su imagen, la consolidó. Hoy, millones lo siguen, lo leen, lo celebran o lo odian, pero nadie lo ignora.

La disputa con el gobierno trasciende el tema fiscal. Las recientes reformas judiciales y los cambios en la Ley de Amparo parecen dirigidos, en parte, a evitar que empresarios como él puedan aplazar indefinidamente el pago de impuestos mediante recursos legales. Pero cada movimiento del Estado fortalece su narrativa de víctima: el empresario que se enfrenta al poder, el ciudadano que resiste al abuso. En un país donde las figuras políticas tradicionales se desgastan con rapidez, esa postura puede resultar tentadoramente eficaz.

No son pocos los que creen que Salinas Pliego coquetea con la idea de lanzarse a la presidencia en 2030. Tal vez sea una provocación, o tal vez un ensayo de lo que vendrá. Lo cierto es que ha encontrado un espacio vacío: el de una oposición desarticulada, sin liderazgo ni discurso, incapaz de conectar con el descontento ciudadano. En ese vacío, su voz aparece como una posibilidad, una especie de reflejo invertido del populismo que tanto critica, pero que entiende a la perfección.

El gobierno, por su parte, se enfrenta a un dilema incómodo. Si opta por negociar con él, corre el riesgo de parecer débil; si lo confronta con todo su poder, puede convertirlo en mártir. Y cada palabra, cada acción, cada reforma que parezca dirigida a él solo alimenta la percepción de que el Estado teme a un hombre que, en teoría, debería ser solo un contribuyente más.

En realidad, Salinas Pliego no necesita un partido para tener influencia política. Le basta con su imperio mediático, su fortuna y su capacidad para conectar emocionalmente con una audiencia que desconfía del poder. Su discurso de libertad frente a la opresión encaja con los movimientos de derecha que han emergido en otras partes del mundo, donde empresarios o comunicadores logran transformar la inconformidad en identidad política.

Quizás por eso su figura resulta tan inquietante: porque combina la capacidad económica con el dominio de la palabra y del espectáculo. Porque no responde a una estructura partidista, pero entiende cómo funciona el poder. Y porque, en un país acostumbrado a que los conflictos terminen por agotarse, él parece decidido a mantener el suyo vivo.

Si algo muestra la historia reciente es que en México la polarización no necesita líderes políticos para multiplicarse. Basta una figura que despierte pasiones, que cuestione la autoridad y que ofrezca un relato de libertad frente al control. Salinas Pliego encarna esa figura.

Tal vez no llegue a la presidencia, tal vez ni siquiera lo intente, pero su irrupción ya modificó el tablero. Y en un país donde el consenso se ha vuelto un lujo escaso, su voz promete encender —más que apagar— el fuego de la división.

 

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